Cito a Shakespeare, por supuesto, en el año del cuarto centenario de su muerte. Es que llega enero y nuestra ciudad se llena de prospectos dramáticos, literalmente. Hace apenas una generación enero era sinónimo de vacaciones burguesas; es decir, una diáspora de temporada, dejando las calles vacías, un hálito de pereza y poco o nada que hacer por las tardes y noches en cuanto a espectáculos artísticos; menos aún en el espacio público. Tal vez la única excepción era el Festival de Cine de la UC, que desde 1977 viene ofreciendo un excelente panorama. Es así que recuerdo con admiración el efecto que tuvo en la ciudad el primer festival Teatro a Mil, en 1994. Era apenas un puñado de obras de compañías emergentes y experimentales abriéndose espacio en la modorra veraniega de Santiago. Esas obras y compañías constituyen hoy la historia del teatro contemporáneo chileno post dictadura; muchas habían surgido del teatro callejero. Tengo el vivo recuerdo de una tarde de esos primeros años, en la plazoleta de la Estación Mapocho, interrumpiendo mi paseo en bicicleta para ver a dos jóvenes actores en un extraordinario montaje de diminutas marionetas sobre una mesa: actores bellos, mordaces, inteligentes, modernos. Era teatro de gran calidad en un rincón de la calle; todo amor a su arte, un pequeño lujo para la docena de espectadores que observábamos de pie, emocionados y agradecidos. Es que era raro ver algo así en esa época, cuando incluso recuperar el sentido del derecho al libre uso del espacio público era un enorme desafío. Aún hoy es un desafío, en realidad, si nos comparamos con otros países de vasta cultura cívica.
Al año siguiente se duplicó el número de obras y el rango de lugares, y así sucesivamente, hasta que en poco tiempo el mes de enero ya no fue sinónimo de inacción, sino de ciudad viva, vibrante y cosmopolita gracias al teatro. Hoy el festival ha crecido de manera prodigiosa: es un evento internacional de gran prestigio que se proyecta dentro y fuera del país durante todo el año; en verano la cartelera es enorme y densa, con decenas de obras simultáneas cada día, tanto en salas como en los más insólitos espacios de la ciudad, a veces ocupando fantásticos dispositivos y recursos técnicos. Más de alguna vez fuimos acarreados en oníricas travesías por edificios y espacios históricos de Santiago, o estuvimos atrapados en etéreos laberintos, o agazapados debajo de portentosos espectáculos aéreos, o en la algarabía de un pasacalle. Y otras tantas veces en el mágico silencio de la cámara oscura donde, desde el origen de los tiempos, suspendemos voluntariamente la incredulidad para abandonarnos a nuestro propio inconsciente. Con la ventaja, en este caso particular, de que al salir del ensueño y de vuelta en la calle, es todavía una noche de enero, que es la noche más dulce de la gran ciudad. Y la ciudad, el mundo entero, es nuestro escenario.