El bullicio, el ajetreo, las muchedumbres desesperadas detrás de los regalos, el exceso... Esa es nuestra Navidad hoy.
Fiesta de los mercaderes, de los consumidores, de la obviedad, de lo expuesto. Fiesta que perdió todo su misterio, su magia, su secreto. Su conmoción. Porque la escena de un niño en el pesebre produjo conmoción durante siglos, antes que se banalizara y se convirtiera en un ícono más del kitsch comercial publicitario navideño. Es decir, en una imagen pornográfica, y no en una imagen sagrada.
Cuando se banaliza o manosea una imagen (el desnudo humano, por ejemplo), esta pierde su espesor, su secreto, su "eros". Lo que era sugerido, ahora está sobreexpuesto. Lo que era delicado, bello, ahora es vulgar y predecible. El "desnudo" del niño Dios al lado de su madre es una víctima más de la sociedad de la transparencia. Basta con ver el cuadro "La adoración de los reyes magos" del pintor Leonardo para sentir los ecos de esa emoción, de ese "terror" sagrado original.
Alexander, el personaje principal de la película "El Sacrificio" de Andrei Tarkovski, dice que cada vez que se acerca a mirar esa pintura de Leonardo siente un estremecimiento. ¿Quién podría sentirlo frente a los pesebres hechos en serie, que adornan indistintamente las entradas de las casas comerciales y los templos? Pesebres con vacas desmesuradas, obscenamente gordas, como las de Botero, pero sin la genialidad de Botero. Pesebres realistas, ramplones. Ni siquiera arte popular, sino prefabricado a lo mejor en China, o sea, en ninguna parte.
Para escapar a esa terrible sensación hay que acercarse de nuevo -como Alexander- al cuadro de Leonardo, una pintura llena de detalles muy significativos, que nos hablan. En primer lugar, la variedad de personajes allí presentes, como le gustaba a Leonardo colocar en sus composiciones, entre ellas la de la Última Cena. Gordos, flacos, gente eufórica, o melancólicos, una galería de lo humano, demasiado humano. Hoy habría tenido como modelos, en su mayoría, a obesos mórbidos y a anoréxicos (dos caras de la misma moneda), reflejos de nuestro mundo prisionero de la avidez y la bulimia.
Atrás de la escena principal -la Virgen María y su niño- hay una ciudad, una ciudad en ruinas. Los estudiosos dicen que se trataría de un símbolo de la ciudad del mundo antiguo. Pero si nos asomamos a este cuadro como a un espejo (toda pintura inmortal sirve de espejo a cada época que la mira), podríamos pensar que esa ciudad es nuestra propia civilización hoy, devastada por el pragmatismo, el materialismo, la ansiedad. Y si lo entendemos así, la escena de la adoración de los reyes magos podría volver a despertar en nosotros el estremecimiento original. El temor y temblor perdidos. Pero nuestra cultura de la abundancia y del exceso hace difícil acceder a la epifanía de un hecho único, irrepetible. Austero y al mismo tiempo inconmensurable.
Hoy, en la saturación de imágenes, escasean las imágenes inocentes. El exceso de palabras no deja escuchar "la" palabra. Y el exceso de cosas, de regalos no deja abrir el único regalo que vale la pena abrir de nuevo, un regalo que, además, hay que abrir en silencio. La adoración y la contemplación de lo naciente requieren de tiempo y silencio.
Lo dice el libro de la Sabiduría: "Cuando un sosegado silencio todo lo envolvía y la noche se encontraba en la mitad de la carrera, tu Palabra omnipotente, cual implacable guerrero, saltó del cielo, desde el trono real". Y también Nietzsche afirma lo mismo -desde las antípodas del antiguo testamento- cuando habla de la "hora más silenciosa de todas", donde él experimenta con estremecimiento su gran revelación, la del eterno retorno. ¿Cuándo podremos nosotros volver a contemplar de nuevo la Navidad?
¿Cómo sacar de en medio a estos viejos pascueros inflables y grotescos que se interponen y no dejan ver a los Reyes Magos besando otra vez los pies al niño enigmático, al niño eterno?