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Editorial
Sábado 12 de diciembre de 2015
Tribunal constitucional y gratuidad
La parte más lamentable de esta discusión ha sido la renovación del pertinaz empeño de algunos por desacreditar la labor del Tribunal Constitucional a través del consabido eslogan según el cual esta magistratura tendría la insólita potestad de torcer la voluntad popular.
No parecen justificadas las dramáticas y hasta enardecidas reacciones de algunos sectores ante el veredicto del Tribunal Constitucional sobre la glosa presupuestaria de gratuidad de la educación superior. Tanto la impugnación como el dictamen que la acogió parcialmente dejan en pie todo lo esencial de la política pública de gratuidad y los fondos aprobados para el año 2016 seguirán estando disponibles para ese fin. Así, el veredicto no suprime o cancela en modo alguno el beneficio, sino que se limita a descartar una determinada forma de hacerlo efectivo. Y como indudablemente existen otras alternativas de implementación, todo indica que las acerbas críticas se explican por razones e intereses distintos, institucionales o ideológicos. Estos intereses son ciertamente legítimos, pero sería conveniente que se explicitaran con mayor claridad y se distinguieran del problema del financiamiento público para la educación superior de los deciles más vulnerables.
Según se informó, en cuanto a los denominados "requisitos de elegibilidad" para que accedan a la gratuidad los estudiantes matriculados en las universidades privadas que no pertenecen al Consejo de Rectores, institutos profesionales y centros de formación técnica, seis ministros estuvieron por "acoger la pretensión de inconstitucionalidad en función de la alegación de discriminación arbitraria formulada por los requirentes". De este modo se eliminarán de la glosa algunos de los requisitos para que dichas instituciones (universidades que no están en el CRUCh, CFT e institutos profesionales) accedan al régimen de gratuidad. Tratándose de la exigencia de triestamentalidad en el gobierno universitario, fueron siete los votos a favor del requerimiento. Sin embargo, el tribunal decidió validar la utilización de glosas presupuestarias para la introducción de políticas públicas de la envergadura de la gratuidad. Esta decisión es compleja, pues valida una vía para incorporar cuestiones de fondo en un proyecto cuya tramitación expresa virtualmente excluye la ponderación de argumentos debilitando la deliberación democrática propia de materias complejas. Nada importa que existan precedentes al respecto, y menos aceptable aún es el argumento de que la gratuidad ya estaba en el programa de gobierno, como si ello permitiera al Ejecutivo pasar por encima del debate parlamentario.
La parte más lamentable de esta discusión ha sido la renovación del pertinaz empeño de algunos por desacreditar la labor del Tribunal Constitucional a través del consabido eslogan según el cual esta magistratura tendría la insólita potestad de torcer la voluntad popular. Esta clase de argumentos olvida que ningún órgano puede arrogarse la vocería exclusiva de la voluntad del pueblo, y que ella se manifiesta de diversas formas y no solo a través de una mayoría parlamentaria circunstancial. Para los ministros del TC lo más cómodo y políticamente rentable sería seguir la corriente de estas mayorías. Pero este caso muestra precisamente cuán indispensable es su función, en la medida en que tengan la entereza requerida para cumplirla.