Seguramente los miembros de la CNA se sorprenderán al leer una afirmación semejante. Les parecerá disparatado que alguien afirme que una institución que nació para mejorar la calidad de la educación superior termine por afectarla gravemente, al menos en lo que se refiere a la investigación. Pero por desgracia ha llegado a ser así.
¿Qué necesita un investigador en las humanidades para llevar a cabo su tarea? Básicamente dos cosas: tiempo y libertad. Las otras carencias pueden subsanarse. La libertad de los académicos es paradójica: Gramsci escribió sus "Cuadernos de la cárcel" estando en prisión. Su situación era terrible, pero sus carceleros no le impusieron el formato para lo que debía escribir: no le dijeron que solo tendría valor si aparecía en un determinado índice o si los Cuadernos eran publicados en una editorial de prestigio.
Pero con la libertad no basta, también se requiere tiempo. Cuando veo a destacados colegas invertir meses llenando casilleros en formularios y redactando alambicados informes de autoevaluación, forzados a emplear hasta una terminología que les resulta absolutamente ajena, no puedo dejar de preguntarme: ¿para eso estuvieron en Alemania estudiando la "Crítica de la razón pura", o en Francia dedicados a desentrañar la filosofía de Descartes? ¿Cuántos artículos valiosos, a cuántos alumnos de doctorado podrían atender en esos meses que pasan dedicados a mostrar que están haciendo bien lo que harían mejor si no tuvieran que dedicar su escaso tiempo a una ocupación que, tal como se está practicando en Chile, produce una espantosa sensación de vacío?
No estoy en contra de la idea misma de acreditación, particularmente cuando hay fondos públicos involucrados. Lo que me molesta son sus excesos. Cuando -como me sucede en este momento- enfrento el tercer proceso de acreditación en dos años (esto le pasa a todos los que tenemos que ver con una carrera, un magíster y un doctorado), y veo que no basta con tomar el formulario de la vez anterior y mejorarlo un poco, sino que cada vez hay nuevas y mayores exigencias -lo que atenta contra la estabilidad que requieren los programas académicos-, me pregunto seriamente si estoy invirtiendo mis capacidades en un servicio auténtico al país. Lo mismo le sucede a numerosos colegas en otras universidades, lo que representa una grave pérdida de conocimiento para Chile. Ojalá preguntaran las autoridades a los más destacados científicos que conozcan si, con la mano en el corazón, los procesos chilenos de acreditación les ayudan a investigar mejor, a hacer mejores clases y dedicar más tiempo a sus alumnos.
Urge simplificar los procesos de acreditación, de modo que dejen de ser una carga para los investigadores en un país como el nuestro, donde los índices de investigación todavía dejan mucho que desear. Hay que respetar el tiempo de los académicos: esa es la mejor garantía para una buena docencia e investigación.
Pero no solo tengo objeciones prácticas a la forma en que se lleva a cabo la acreditación en Chile. Al enfrentar esos interminables formularios, que suponen que lo fundamental es "levantar" procesos hasta para las cosas más nimias y verificar su cumplimiento, no puedo dejar de pensar que se está aplicando a la universidad una metodología más propia del mundo de las empresas, y que le resulta ajena. En suma, veo que estamos amenazados por la tecnocracia. Me explico. En un McDonald's hay que contar con procesos perfectamente uniformes, donde cada insumo esté especificado y no falte, en cada etapa de la cadena productiva, el debido control de calidad. Así tendremos un BigMac sabroso y saludable (supuesto que algo así sea posible). Pero una universidad es algo completamente distinto. Recuerdo, años atrás, un seminario de acreditación donde un expositor hablaba de "insumos" y "procesos" que derivaban en un "producto" que respondía a las exigencias del "mercado". Me dolió el estómago, porque la universidad es el lugar de las personas libres, un espacio donde varones y mujeres pueden dar rienda suelta a su creatividad. Los estudiantes no requieren insumos, sino muchas horas de conversación con un profesor, una experiencia que nadie puede cuantificar.
Puede y debe haber, ciertamente, algunos procesos, pero la palabra final tiene que estar dada por la prudencia de los que saben. Así se formaron Husserl, Gadamer, Weber, Einstein, Marconi, Spaemann y Charles Taylor. En Chile, en cambio, la izquierda y la derecha se han unido para aplicar a la universidad una lógica que solo es válida para el mundo de la industria y el mercado. Esta tecnocracia representa una amenaza bastante más sutil que la de un rector delegado lanzándose en paracaídas en la Universidad de Chile, al menos por dos razones. Primero, porque su obscenidad no resulta chocante, y es fácil que no advirtamos que nos están cocinando a fuego lento. Segundo, porque no es una amenaza interna, sino que utiliza a los propios académicos (no a todos, quizá ni siquiera a la mayoría) para tiranizar a sus colegas. No faltan casos en que la sola presencia de un ministro de fe de la CNA lleva a destacados profesores a transformarse en algo muy semejante a esos carabineros que detienen un auto y buscan y rebuscan hasta que encuentran algún detalle que justifique aplicarle una multa.
No me detengo en el problema que representa el hecho de que muchos evaluadores no entienden que la diversidad es un bien del sistema universitario, y pretenden medirlo todo con el rasero de su propia experiencia y gustos. Tampoco profundizaré en el poder que ha adquirido la CNA para orientar y en cierta medida uniformar la marcha general del sistema de educación superior chileno, en perjuicio de la autonomía de las universidades. Las universidades no somos franquicias uniformes de un gigantesco McDonald's.
Por otra parte, cuando veo los criterios que se establecen para formar parte de un claustro doctoral y la interpretación que hace la CNA de los mismos (tener proyectos Fondecyt o análogos; un determinado número de publicaciones recientes en revistas indexadas, etc.), me lleno de vergüenza: yo los cumplo con creces, pero dudo que Cordua, Torretti o Vial Larraín tengan esas preocupaciones, por lo que probablemente no estarían calificados para integrar el núcleo de un programa de doctorado. Ahora bien, yo soy un enanito intelectual al lado de ellos. Algo está mal, y me parece necesario decirlo.
Podría escribir un libro sobre la materia, pero confío en que estas palabras sean suficientes para que las autoridades, que son personas muy competentes, reparen en este problema y produzcan cambios que lleven a simplificar los procesos, a reconocer el papel insustituible que tiene la prudencia en el gobierno universitario, a escuchar a los que saben y a fomentar esa diversidad que constituye la esencia del espíritu universitario.
Joaquín García-Huidobro
Doctor en Derecho
Doctor en Filosofía