Es 1958 en Fráncfort. Una Alemania tranquila y próspera ha dejado la guerra en el pasado. O al menos así quieren creerlo sus ciudadanos.
Nuremberg, el juicio seguido por los aliados en contra de más de 20 jerarcas nazis, concluido en 1946 con las condenas respectivas, ha cerrado el capítulo.
Es lo que contradice "Laberinto de mentiras", cuyo título original, "Laberinto de silencio", se apega más a lo que hay de fondo en la historia de este filme: esa decisión, tácita o más o menos planeada, de la Alemania de posguerra de olvidar y silenciar lo que ocurrió.
Es la misma actitud de la que da cuenta el libro "Una mujer en Berlín", que narra las violaciones sufridas por las mujeres alemanas durante la ocupación del Ejército Rojo y cómo se instaba a las víctimas a callar estos hechos. El texto -primero publicado anónimamente en 1954- no fue bien recibido por cuanto se consideraba que avergonzaba a sus congéneres (e incluso se debatió sobre la autenticidad del relato, posteriormente confirmado).
Este filme del italiano Giulio Ricciarelli -basado en un juicio que hizo historia, por el cambio fundamental que significó- sorprende con la constatación de que, si no todos, al menos buena parte de los jóvenes alemanes de esos años nunca había oído hablar de Auschwitz.
Y menos sabían qué tan relacionados estaban sus antepasados más cercanos con el Partido Nazi.
A las oficinas de la Fiscalía de Fráncfort llegan Simón, un pintor, acompañado de un periodista amigo, para denunciar que ha reconocido a uno de sus celadores en Auschwitz, quien ahora es un maestro en una escuela.
El equipo de abogados lo mira escéptico, se preguntan qué denuncia es factible que haga, bajo qué cargos y con qué pruebas. Se encogen de hombros, el denunciante se va y el documento que ha traído va a dar a la papelera. De ahí lo recoge el joven fiscal Johann Radmann, quien, intrigado por el relato, comienza a seguir la pista hasta que consigue que su jefe le dé el visto bueno a su investigación y luego su total apoyo.
Allí inicia un camino sin retorno en el que no solo jefes de policía y otras autoridades le darán con la puerta en las narices, sino que la propia víctima lo devuelve con la misma actitud: no quiere recordar, ni hablar, ni volver a saber de nada más.
Para muchos, su actuar es incomprensible. "¿Los campos? ¡Todos estuvimos en uno! ¡Yo estuve en Francia!", le espeta un compañero de trabajo que peleó en la guerra.
Es que para personas como él, Polonia está lejos. Y fue allá, en Auschwitz-Birkenau, donde los nazis dieron rienda suelta a su escalofriante plan de exterminio. Desde ahí, muchos sobrevivientes regresaron a su patria, Alemania.
Son ellos y sus testimonios los que dan el impulso a Radmann, un hombre que cree en la justicia, perseverante, hábil y que logra -en un trabajo de hormiga- ir desenredando una intrincada madeja, con ciertas ayudas que resultan clave.
Pero en esta madeja él también es uno de los hilos. Y desde la superioridad moral con que se ha instalado, descubrir cuán insospechadamente está todo cerca suyo lo deja devastado.
La película entrega un foco cercano tan valioso a un proceso de suyo complejo que se le perdonan la cantidad de clichés que se prodigan a lo largo del metraje.
Porque más allá de esos rellenos hollywoodenses, los personajes, de uno y otro lado -aún los más secundarios-, muestran ambigüedades, sutiles dobleces, motivos inconfesables, del todo coherentes con la historia que se va destapando.
Radmann (un personaje ficticio inspirado en tres fiscales jóvenes, J. Kügler, G. F. Vogel y G. Wiese) consigue finalmente que en su país se hable de lo innombrable, que numerosas víctimas pudieran llevar a juicio a varios ex SS y ex Gestapo, y sobre todo reconciliarse con las cargas históricas personales, la suya y las de sus cercanos.
Sí ha de renunciar a atrapar a Mengele, que murió en Brasil (Sudamérica, refugio favorito de criminales de lesa humanidad hasta el día de hoy) y que se había convertido en su obsesión, tras escuchar las atrocidades que practicara.
El juicio fue en 1963, el mismo año en que Berlín era partido en dos por una cortina de hierro. En la película, el padre de Radmann queda atrapado al otro lado de las alambradas. Así, mientras él conseguía levantar el silencio de los horrores cometidos 20 años antes por sus compatriotas, otras tragedias comenzaban a configurarse.
(En cartelera)