A principios de los 70, después de que Francis Ford Coppola en la película "El Padrino" dejara a Don Corleone (Marlon Brando) como el ícono del mafioso con poderes casi omnímodos, pero de principios valóricos inalterables (tanto que su imperio empieza a correr riesgo por negarse a ingresar en el narcotráfico), tuvieron que pasar dos décadas para que otro genio (Martin Scorsese) rediseñara la imagen de los gángsters en la inigualable "Los Buenos Muchachos". Allí, Henry Hill (Ray Liotta), un vulgar hijo de vecino, un aparecido en la más pura de las definiciones, inicia un veloz ascenso en la escala social -y delictiva- amparado en un grupo de protectores sin ningún tipo de ley ni escrúpulos, hábiles delincuentes capaces de golpear brutalmente a un anciano, timar a un ciego, eliminar a quien intentara pisar su territorio, amenazar sus espurias ganancias o no pagar la comisión cobrada por el sencillo derecho de existir.
A Corleone le gustaba el dinero, pero lo que lo enorgullecía era el honor de detentar el poder; para Hill, el poder era un instrumento para obtener más dinero, su primer y último fin. En un período de 20 años presenciamos cómo el gángster pasó de ser un tipo orgulloso de su condición, incluso enfrentado a una muerte violenta e inminente, a un arrogante mafioso delator, deshonrado y aborrecido por sus propios pares, que termina con una nueva vida gracias -vaya coincidencia- a una confesión al FBI. Obligado a pasar el resto de sus días como uno más, la última frase de Hill lo resume todo: "Soy un don nadie, y viviré el resto de mi vida como un don nadie".
El relato moral de "Los Buenos Muchachos", que se semeja a una fantasía con ribetes bíblicos, puede instalarse hoy con absoluta propiedad en la sede de la ANFP, guardando el mayor de los respetos para los actores profesionales, cuyos roles cinematográficos son casi una adaptación original al devenir de varios dirigentes que transitan por Quilín. El fervor religioso por el dinero, no importando el origen prosaico o su lírica procedencia, ha dominado a tal grado el ideario del fútbol chileno desde que el CDF y los derechos de la Selección se establecieron como las tablas de la ley, que este cataclismo directivo es un castigo divino.
Ya se ha escrito y opinado juiciosamente en estas páginas sobre las circunstancias del marasmo que inunda vergonzosamente a nuestra institucionalidad futbolística, que con tanta gracia ayer Jaime Baeza, el titular interino, quiso salvaguardar con una declaración que solo abultan la culpa y la negligencia del directorio. Lo que falta ahora son conductas transparentes de los mismos que hasta el domingo pasado guardaban leal o cómplice silencio cada vez que se les preguntaba por Sergio Jadue. Acciones que no pasan por conservar el status quo hasta una nueva elección, la venta del Canal del Fútbol y la prisión para quienes la merezcan. Lo que cabe, mínimamente, es activar la mayor colaboración para que la ANFP sea objeto de una intervención convenida, que obligue a la entidad y sus socios regirse por el imperio de la ley y que sirva para que quienes quieran probar su inocencia, lo hagan, para que luego puedan retirarse por dignidad sin que nadie los apunte con el dedo.