Obtener el perdón y la absolución de los pecados está en el centro de la tradición judeocristiana. El Día de la Expiación (Yom Kippur) es la principal fiesta del calendario judío: ella marca el final de los "Diez Días del Arrepentimiento", cuando Dios perdona a quienes se han arrepentido de sus pecados y adoptan el compromiso de actuar en el año nuevo con la conciencia limpia. Lo mismo ocurre en el catolicismo, como se ha encargado de recordarlo recientemente el Papa Francisco en la bula Misericordiae vultus, y luego en los acuerdos del Sínodo sobre la familia. Los confesores, señala, deben recoger "la invocación de ayuda y la petición de perdón", y "ser siempre, en todas partes, en cada situación y a pesar de todo, el signo del primado de la misericordia". El perdón y la indulgencia, sin embargo, no son otorgados sin condiciones: exigen un genuino arrepentimiento, la reparación del mal cometido, y la voluntad de no reincidir en las mismas conductas; en otras palabras, exigen una transformación.
¿Hay que pedir perdón? Y si es así: ¿quién, cuándo, cómo? Esta es la encrucijada que han enfrentado y seguirán enfrentando líderes y corporaciones de índole empresarial, política y espiritual cuando salen a la luz prácticas que atentan contra la ley y los valores que ellas mismas dicen defender. Al momento de discernir, algunos se inspirarán en la enseñanza religiosa, pero a otros esto quizás no resulte muy confiable, y preferirían una orientación secular y pragmática. De ahí que resulta interesante lo que señala un artículo aparecido en la prestigiosa Harvard Business Review (HBR), en su edición de septiembre, sobre cómo y cuándo las organizaciones deben pedir disculpas.
Pedir excusas, señala, es siempre difícil e inconfortable. De partida, porque estamos programados psicológicamente para no ver los errores, y luego, cuando estallan, para no reconocerlos como propios. Preferimos vivir con los ojos bien cerrados, y cuando ya no es posible, culpar a otros de los disparates, sean personas o eventos fuera de nuestro control. Se suma la propensión a encontrar razones o justificaciones para evitar la admisión del error y para postergar las disculpas. Por esto resultan tan cómodos los argumentos legales, que generalmente aconsejan esperar y no "autoinculparse". El artículo en cuestión rompe con esta visión. Sostiene que pedir excusas tiene un bajo costo, y en mucho casos crea un valor sustancial. Da numerosos ejemplos, como los beneficios que ha producido que los hospitales y médicos hayan comenzado a disculparse de sus errores antes los pacientes y sus familias.
Excusarse es imperativo -señala la HBR- cuando se ha producido la violación de una promesa que está en el corazón de la empresa; cuando hay una reacción del público, no importa si se trata de un grupo pequeño o marginal, pues en estos tiempos todo se propaga; y cuando la corporación está decidida a cambiar -si no lo está, disculparse es contraproducente-. La disculpa es más efectiva si se da en forma oportuna, no cuando se hayan aquietado las aguas -aunque es mejor hacerlo tarde que nunca-; si quien la ofrece es su autoridad máxima; y si esta lo hace a cara descubierta y en su lenguaje, no a través de comunicados y siguiendo el script de sus asesores legales o comunicacionales.
Como indica la HBR, pedir perdón puede ser buen negocio, pero es ante todo un acto que nos dignifica. Lo mismo vale para el acto de perdonar, para la misericordia. Porque al final, como dice el Papa Francisco, hay mucha más alegría en "abrazar a ese hijo arrepentido que vuelve a casa y manifestar la alegría por haberlo encontrado" que en "distribuir condenas o anatemas".