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Editorial
Lunes 02 de noviembre de 2015
La extensión de la gratuidad
"La posibilidad de que sean solo las instituciones estatales las que avancen en gratuidad parece estar descartada, las complejidades técnicas y financieras de esta política pueden hacer reflotar esta idea, de suyo debatible..."
La discusión sobre gratuidad en educación superior sigue ocupando el foco de la agenda, a pesar de que es probablemente el desafío menos importante en el ámbito de la educación. La idea de que es la única manera, o incluso la mejor, de asegurar el derecho al acceso en educación terciaria no se sostiene. Materializar esta política no solo es onerosa para el Estado, sino también técnicamente compleja. Ambos aspectos han afectado la discusión. Como consecuencia del primero, se ha definido de un modo muy discrecional a las instituciones cuyos estudiantes van a tener acceso al beneficio en 2016, existiendo una vaga promesa de que más adelante esa discrecionalidad se atenuará o eliminará.
En relación con el segundo aspecto, es evidente que la manera en la que se ha definido el aporte por gratuidad no tiene ningún sustento técnico. Es un promedio de aranceles de referencia de instituciones con igual cantidad de años de acreditación, aumentado eventualmente hasta en un 20 por ciento. Pero esos aranceles, que se establecieron a principios de la década del 2000 para orientar la política de ayudas estudiantiles, nunca fueron un esfuerzo serio para definir los costos de educar a los jóvenes en los distintos programas de la educación superior. Que en la actualidad existan más de 12 mil de esos aranceles, varios de ellos inconsistentes entre sí, da cuenta de esta realidad. Es razonable, entonces, que las instituciones que perciben que el aporte por gratuidad no se acerca al arancel efectivo de sus carreras duden de incorporarse a esta política, más todavía cuando no hay ninguna claridad respecto de cómo este aporte se definirá más adelante una vez que se avance en la universalización del beneficio.
En el contexto confuso en que se ha dado esta discusión, han aparecido voces que sugieren que, en una primera etapa, habría que financiar solo a las instituciones estatales. Este giro es interesante, porque si bien las demandas del movimiento estudiantil en 2011 y de los intelectuales públicos que las respaldaron a veces eran confusas, en materia de gratuidad estas no privilegiaron la gratuidad universal, sino más bien la restringieron al ámbito de las instituciones estatales. Es por lo demás la experiencia que se observa en países como Argentina, Brasil o México, que sirven de modelo, o en países europeos, como Alemania o Suecia. Por cierto, en Chile esta preferencia en algunos sectores también estaba alimentada por la escasa participación que tiene la oferta estatal en la educación superior, como si ese fuese un objetivo per se valioso e independiente de la calidad.
Si bien por ahora la posibilidad de que sean solo las instituciones estatales las que avancen en gratuidad parece estar descartada, las complejidades técnicas y financieras de esta política pueden hacer reflotar esta idea, de suyo debatible y alejada de la tradición que ha tenido el país en materia de financiamiento de los estudiantes.