La enseñanza y la práctica profesional de la arquitectura en Chile han tenido una importante evolución en pocas décadas: la creación de universidades privadas a partir de 1981 elevó el número de escuelas de Arquitectura desde las tradicionales 6 hasta las más de 40 que existen hoy, haciendo que la proporción de arquitectos por ciudadano sea una de las mayores del mundo. En Chile, el título académico habilita el ejercicio de la profesión, sin que sea requisito acreditarse ante el Estado, ni estar vinculado a un gremio o ente regulador. Por otra parte, Chile es un país con un vasto territorio y sus principales ciudades (que concentran el 80% de la población) se encuentran en pleno proceso de expansión, a una velocidad tal que los instrumentos de planificación parecen ir a la saga del mercado, enmendando errores, en lugar de crear condiciones ambientales de calidad.
En este contexto, surgió desde los años 90 una nueva generación de arquitectos chilenos que ha causado una fuerte impresión en el ámbito internacional, sin otra voz aparente que la de sus propias obras, generalmente pequeñas, aisladas, fruto de encargos privados y difundidas en medios especializados. Es una generación instalada con naturalidad en el panorama global, abordando los ingentes problemas del “nuevo orden”, incluida la sustentabilidad (genuina economía y eficiencia), la habitabilidad de las ciudades, la planificación del territorio, la identidad cultural y la equidad social.
El precursor de esta generación es Mathias Klotz, cuyas obras tempranas –Casa Klotz en Tongoy, Casa Ugarte y Casa Chiloé, construidas entre 1991 y 1994– despertaron el interés de la crítica internacional sobre una posible nueva identidad chilena tras el fin de la dictadura. Le siguieron numerosos arquitectos y arquitectas que han consolidado la renovación de la profesión, logrando hoy importantes distinciones y reconocimientos internacionales.
¿Qué hace del conjunto de estas obras una “arquitectura chilena”? En primer lugar, dar cuenta del amplio rango paisajístico del país, tanto a lo largo del territorio como en sus respectivas dimensiones transversales. Al mismo tiempo, ser reflejo de las peculiaridades idiosincráticas, de nuestra cultura del habitar, de nuestras aspiraciones estéticas y los medios constructivos imperantes en la imaginería local: frugalidad, economía material, recursos locales y un diseño apropiado a la realidad tectónica –sísmica– de nuestra geografía. Es la combinación de estos elementos, el reconocimiento de nuestras singularidades en el amplio marco de la disciplina universal del arquitecto, lo que permite que nuestras obras tengan una identidad subyacente e inconfundible.