Hace poco, en una clase de periodismo, dije una frase de Perogrullo que, creo, no por ser de Perogrullo es menos cierta: que un periodista vive de trabajar contra los prejuicios propios y ajenos. Eso no define el oficio, pero sienta un buen punto de partida: el periodista como alguien dispuesto a leer en la realidad no la confirmación de su prejuicio, sino aquello que la realidad muestra; el periodista como alguien que sopesa un asunto y lo pule lentamente, como quien le saca brillo a una piedra, y no se queda con la conclusión que lo deja más tranquilo, sino con la más honesta. Quizá fue esa frase, y lo que siguió después -una muy poco interesante discusión acerca de si es posible estar libre de toda idea preconcebida (la respuesta es obvia: "no")-, pero me quedé pensando en cómo se forma un prejuicio. ¿Por convicción, por influencia, por exposición al medio? A mí, por ejemplo, las personas que dicen "como yo digo" me caen mal. Me parecen poco dispuestas a entender al otro, porque para decir "como yo digo" tienen que estar muy convencidas de que su opinión es una opinión inamovible, de referencia. Pero eso es, claramente, un prejuicio. De todos modos, no tengo muchos pensamientos como ese, y el hecho de que no los tenga es, créanme, realmente asombroso.
Nací y viví hasta los 17 años en una ciudad de 20 mil habitantes, en el interior de la provincia de Buenos Aires, Argentina. La madre de una de mis compañeras de colegio primario no tenía marido, y las demás madres hablaban por lo bajo de su pecado original -el fornicio- y de su hija, fruto de la lujuria, de quien, por tanto, no podía esperarse nada bueno. Al final de mi calle vivía una familia de inmigrantes españoles cuya hija era espléndida, chic, moderna como solo podían serlo las chicas de 20 años en los años 70 -minishorts y botas largas y pelo a lo león y sicodelia-, y estaba llena de novios y viajaba sola y el barrio entero reprobaba su comportamiento porque una mujer no solo tenía que ser decente, sino, además, parecerlo, y ella, con ese comportamiento inaceptable, quebrantaba la regla. Por esos años existía algo llamado La Casa del Niño, un hogar que albergaba chicos de bajos recursos que iban al colegio con horrendos guardapolvos color cartón y eran los primeros sospechosos cuando pasaba algo: si faltaba un lápiz, si aparecía una regla rota, si alguien resultaba lastimado, las miradas de las maestras se dirigían de inmediato a esos niños oscuros a los que ellas mismas obligaban a sentarse en los últimos bancos. Casi al final del colegio secundario, ya entrados los 80, una compañera quedó embarazada y el escándalo fue descomunal: aunque jamás se habló abiertamente de su embarazo (asistió a clases con una faja durante buena parte de la gestación), nuestras madres nos sugerían no invitarla a las fiestas y no mostrarnos con ella en la calle. El día en que fue a una discoteca -tenía 17: las chicas bailan a esa edad-, la reprobación de (casi) todo el colegio fue notoria.
En esa ciudad, convivir sin casarse era inconcebible, igual que irse de viaje con el novio o estar con él a solas en el cuarto, y el divorcio se mentaba como algo tremendo cuyas principales "víctimas" eran los hijos. El varón al que le gustaba tomar sol o comprarse ropa era gay -no se decía gay: se decía "maricón, maraca, trolo"- y eso, que no es en sí ni bueno ni malo, en mi pueblo era definitivamente malo: cuando una familia tenía un integrante gay se decía: "Pobres, el hijo les salió rarito". Si el integrante gay era mujer, se pasaba sin escalas de la conmiseración al desprecio. Los varones que usaban pelo largo eran drogadictos. Los que querían estudiar música, vagos. Las mujeres que llegaban tarde a casa, prostitutas, y las prostitutas íncubos cuyo oficio no podía ni pensarse. Todos los hombres tenían "la idea fija" y por eso las mujeres debían cumplir con dos obligaciones: cuidar la reputación y el himen, y aprender a hacer cosas de mujeres decentes, como coser, planchar y lavar los platos. Las viejas que usaban faldas por encima de la rodilla eran "viejas locas". Las que tenían rango de abuelas, pero preferían salir con sus amigas antes que cuidar a sus nietos, eran "viejas desubicadas". No era el siglo XII. Era el siglo XX, en un pueblo de la pampa argentina, a 200 kilómetros de la capital. Lo que me pregunto ahora no es tanto cómo se forma un prejuicio, sino cómo es posible que alguien que vivió durante 17 años en un medio contaminado por dosis tóxicas de ideas precámbricas, recalcitrantes y repulsivas en torno a los homosexuales, las madres solteras, las embarazadas adolescentes, el rol de la mujer y del varón, los comportamientos públicos y privados, no se haya transformado en un nudo de prejuicios igual de precámbricos, recalcitrantes y repulsivos, sino, antes bien, en alguien que se dedica a un trabajo -el periodismo- que implica entender a los otros más allá de uno mismo: entender hasta que duela. He pensado en eso muchas veces. En cómo nunca, ni cuando era niña, me sentí cercana a esas ideas vejatorias de la dignidad ajena (en cómo, en realidad, me hice amiga de la hija de la madre soltera, y encontré en la chica del final de la calle un modelo a seguir, y etcétera), y me digo que, en parte, me salvaron los libros y el cine, y mi abuela y mi padre. Pero los días en los que me siento menos optimista, pienso que lo que me salvó fue un milagro. Y me pregunto, con tristeza, cuántos habrá dispersos por ahí, en pequeños pueblos o en grandes ciudades, que no tienen ni libros ni cine, ni padres ni abuelas, y están a merced de milagros que, a lo mejor, no van a llegar nunca.