Chile vive uno de esos momentos en que parece que nada volverá a ser como antes. Basta contrastar el crecimiento promedio de las últimas tres décadas, en torno a un 5,2% anual, con las proyecciones que hacen los organismos especializados (hasta 2045) en torno a un 3% anual y disminuyendo. Estas cifras sintetizan un cambio entre el simple y el doble en la vida cotidiana de las nuevas generaciones de chilenos. Probablemente estamos en el punto de quiebre para el anhelo de alcanzar el desarrollo, lo que convierte la actual coyuntura en una de las más trascendentes desde la recuperación de la democracia, en 1990.
El crecimiento de las décadas recientes se apoyó en la combinación de fundamentos económicos sólidos, con una economía internacional favorable la mayor parte del tiempo. Los primeros nos siguen ayudando. Ahí están, entre otros, la apertura al exterior; la promoción de la competencia en los mercados; las instituciones que cuidan la estabilidad macroeconómica; un sistema financiero sano y una eficiente regulación de los mercados.
Sin embargo, el actual escenario internacional está cambiando rápidamente: atrás quedaron los períodos de altos flujos de capitales y de considerables inversiones extranjeras; la suscripción de acuerdos comerciales con las potencias de la economía mundial, y los excepcionales términos de intercambio que tuvimos hasta 2013. El empuje por estos factores tenderá a decaer en el futuro.
La actual desaceleración desnudó el lado B del crecimiento del país: la débil capacidad de transformar la estructura productiva. Luego de tres décadas de alto crecimiento seguimos produciendo y exportando lo mismo; el tamaño relativo del sector informal de la economía ha permanecido constante, a pesar del enorme progreso del país, y las tasas de evasión tributaria siguen siendo similares a las que existían a mediados de los 90. Estas son todas señales de crecimiento sin transformación.
En estas condiciones, la única opción de desafiar el ocaso en el crecimiento es rediseñar la estrategia para impulsar la transformación de la estructura productiva, que permite expandir las actividades de mayor valor y productividad. Para comenzar se debe reconocer que este proceso no ocurrirá a través de los mecanismos de mercado, y que los esfuerzos por cuidar los fundamentos de la economía son insuficientes para avanzar en este camino. Esto, porque las decisiones que producen transformación están expuestas a incertidumbres mayores que aquellas asociadas a las actividades tradicionales. Entonces, resulta fundamental generar mecanismos que permitan acotar la incertidumbre. En todo proceso de transformación se requiere coordinar una multiplicidad de decisiones que adoptan diferentes actores; cada una de ellas puede no justificarse por sí sola, pero son rentables cuando se llevan a cabo en forma conjunta.
Por otra parte, los desafíos de la transformación están también expuestos a las fallas del Estado, donde cualquier política diseñada "desde arriba" tiene una alta probabilidad de fracasar, ya sea las de tipo transversal que seguía el gobierno anterior o las sectoriales ("selectividad inteligente" o "cluster") que aplica el gobierno actual. La clave está en abandonar ambos enfoques, porque creen en las bondades de un "gobierno ilustrado", y aceptar que la mejor receta para la acción colectiva es la colaboración estratégica entre el sector público y el privado. Así, el desafío de impulsar un proceso de transformación requiere revisar nuestro diseño institucional, lo cual significa avanzar en cuatro ámbitos.
Primero, el sector público debe abandonar su pretendida superioridad en el conocimiento de los caminos de la transformación y reconocer que su verdadero rol es liderar los procesos de convergencia para construir un objetivo compartido, articular intereses e instalar un propósito común como marco para que se desarrolle la colaboración.
Segundo, el sector privado debe modificar su actual tendencia a defender sus intereses con una perspectiva de corto plazo, y abrazar los criterios de eficiencia y sostenibilidad como la mejor estrategia para construir un entorno estable para su desarrollo. El país está dando pasos promisorios en esta dirección, como la constitución del Consejo de Políticas de Infraestructura y del Consejo de Desarrollo de la Manufactura.
Tercero, en un espacio de interés mutuo se puede desarrollar una colaboración estratégica entre estos dos actores. Lo relevante es la construcción de confianzas a través del compromiso recíproco con la acción coordinada. En este ambiente se pueden identificar las brechas a resolver, determinar iniciativas conjuntas y generar los aprendizajes que conduzcan a las ganancias de productividad.
Cuarto, esta estrategia de articulación público-privada debe incorporar resguardos que aseguren la competencia en los mercados y que eviten los riesgos de captura o de comportamientos colusivos. En Chile tenemos una institucionalidad madura en este ámbito, por lo que podemos avanzar con decisión en los temas anteriores.
En los países en que estas capacidades están en funcionamiento es posible coordinar decisiones en ámbitos tan diversos como son la incursión en nuevas actividades productivas, la provisión de infraestructura, la capacitación avanzada de las personas, la generación de nuevas soluciones tecnológicas, la promoción de las exportaciones en el exterior y el avance de las inversiones privadas.
En síntesis, la fórmula que impulsó el crecimiento de las últimas décadas, apoyada en fundamentos económicos sólidos más un entorno externo favorable, no sirve para el período que viene. Debemos agregar la capacidad de transformación, lo que significa dejar definitivamente atrás las políticas diseñadas desde arriba y abrazar el enfoque de colaboración estratégica, de modo de emprender acciones que no se pueden lograr por la acción vertical del Estado, ni por la mano invisible del mercado.
Jorge MarshallEconomista y Ph.D. Harvard