Fue el sexto mayor terremoto que registra Chile en su historia. Ocupa la posición 23 del ranking mundial de sismos. Segó la vida, hasta donde se sabe, de trece compatriotas. Hay medio millar de damnificados directos, pero muchos más han visto sus vidas convulsionadas por sus efectos colaterales. Pero pese a esto, la vida del país gruesamente siguió su marcha. Los cortes de energía fueron mínimos; el metro de Santiago ni siquiera se interrumpió; la red de telecomunicaciones no se cortó y soportó la demanda de las primeras horas; las carreteras no experimentaron daños de consideración, y lo mismo los aeropuertos. Las familias, pasado el susto, reanudaron la celebración de las Fiestas Patrias. Y emociona ver cómo las zonas afectadas rápidamente comienzan a retomar la normalidad.
Ante eventos de mucho menor envergadura otros países sufren convulsiones materiales y sociales mucho más hondas y extensas en el tiempo. Baste ver las noticias para comprobarlo. Como se ha dicho en estos días, Chile tiene una especial capacidad para encarar desastres naturales, los que se suceden con una frecuencia que ya no parece accidental. Aquí radica, quizás, una de sus mayores ventajas competitivas. ¿De dónde surge esa capacidad? Hay factores materiales, como la calidad de sus edificaciones y redes de servicio público. Pero la clave es de índole cultural. Los chilenos sabemos cómo reaccionar, fruto de un aprendizaje inmemorial, y estamos permanentemente perfeccionándonos en ello.
El 27-F había sido un cataclismo. En lo material; pero también en la confianza de la población hacia las instituciones del Estado, a las que se condenó sin apelación por su reacción ante el tsunami , en un proceso que alcanzó ribetes de histeria. Pero las cosas mejoraron, como se apreció ahora. No solamente por el lado del Estado: cada familia, cada comunidad, cada barrio, cada empresa, perfeccionó su capacidad de respuesta ante emergencias. Esta vez todos estaban mejor preparados, e hicieron lo suyo sin esperar instrucciones. Fue esto, primordialmente, lo que permitió una respuesta tan eficaz.
Fue impresionante, por ejemplo, el papel de las redes sociales. La población actuó siguiendo esta información, de carácter horizontal y comunitario, no esperando escuchar las sirenas o las instrucciones emanadas de las autoridades. Y lo hizo bien, sin caos ni desbordes. Fue notable la vocería en terreno de los alcaldes de las localidades directamente afectadas, como Illapel, Canela y Salamanca, contando en los medios con sobriedad lo que estaba ocurriendo, irguiéndose como autoridades de sus territorios. El Gobierno también actuó correctamente. Se vio un equipo afiatado, con cada ministro abocado a lo suyo, con una Presidenta de la República tomando decisiones y visitando el terreno, transmitiendo seriedad, contención y serenidad.
Nicholas Taleb dice que hay dos tipos de organizaciones: unas que son eficaces en resistir los shocks externos, y que se recuperan rápidamente de estos para retomar su funcionamiento previo; y otras que, en lugar de rechazarlos, se adaptan a ellos y los aprovechan para transformarse. Las primeras son "resilientes", las segundas son "antifrágiles". La sociedad chilena demostró estar en la segunda categoría. El 16-S así lo demostró. Está visto que el poder está cada vez más en las manos de los ciudadanos -literalmente, a través de sus smartphones -. Con autoridades que han asumido que su papel es colaborar con la población, no decirle lo que tienen que hacer ni robarle protagonismo. Una sociedad, en suma, que sabe autogobernarse y que gracias a ello sabe cómo encarar los momentos críticos.