El sueño se repitió, con variaciones, dos veces en una misma semana. En el primer caso la historia era así: terminaba de lavarme el cabello y lo envolvía con una toalla a modo de turbante. Luego caminaba hasta una sala casi vacía y me miraba con serenidad frente a un espejo. Me soltaba el tocado y el pelo caía largo, húmedo y lacio sobre mi espalda. La docilidad y el peso de la melena -para mí, que tengo rulos y pelo corto- eran condiciones propias de una "chica del anuncio" y me hacían sentir una especial satisfacción. Sin embargo, no era ese el mayor regocijo que me deparaba el sueño: parada donde estaba, la luz del sol me daba de tal forma que yo era pálidamente rubia. Me miré con estupor y deleite. Si me quedaba así, quieta, en ese rincón de la casa, yo era parecida a Kirsten Dunst en un mal día (que es mil veces mejor que yo en un día bueno). Era la primera vez que me pasaba cosa semejante. Emocionada me fui a buscar el teléfono para sacarme una selfie, pero cuando regresé y me paré en el mismo lugar, el pelo y mi cara ya eran los de siempre. Me desesperé y empecé a ubicarme en distintos rincones de la sala, esperando que un nuevo rayo de luz me devolviera la belleza nórdica; pero a lo sumo se aclaraba un mechón de la cabeza y después el color se volvía a oscurecer. "Qué poco duró", pensé. Después no sé si me desperté o seguí durmiendo. Lo que sí recuerdo es esa desilusión, y el contexto en el que se daba ese sueño: en aquellos días, yo estaba pasando unas vacaciones familiares en Cádiz, más precisamente en un resort plagado de alemanes que parecían salidos de una cadena de montaje hecha en Mattel Inc. Todos eran flacos, altos y dorados; y las mujeres respondían a ese genotipo de las "rubias Hitchcock": esa clase de blondas traslúcidas que elegía el cineasta para sus papeles protagónicos, argumentando que la audiencia le creía más la inocencia a los personajes femeninos con cabello claro.
En cualquier caso: al lado de esas alemanas yo era un escarabajo sin rumbo. ¿El primer sueño estaría entonces hablando de eso? ¿De querer, y no poder, ser otra? No hubo tiempo de pensar una respuesta, porque a los pocos días llegó el segundo. En ese sueño yo era, al fin, rubia. Y tenía dos amigas rubias y muy bonitas. Íbamos caminando por la calle, cuando de repente nos detuvimos frente a una vidriera que nos devolvía, una vez más, el reflejo de nuestros rostros. Mis amigas tenían una belleza pura y libre de artificios. Pero yo, mirándome en el cristal, veía con espanto que mi gesto era esforzado y tosco, y que ese rasgo malogrado derivaba de una condición fundamental: mi pelo rubio era artificial. Se veía pajizo y estridente como una escoba. Era tan absurdo que en el mismo sueño yo retrocedía espantada y corría hacia una peluquería para que me devolvieran mi color original.
Desperté agitada y llena de preguntas. ¿Qué diablos estaba queriendo decir mi inconsciente, aquellos días? ¿Sería que los sueños revelaban un deseo de levedad en el primer caso (yo quería ser una rubia alada) y una verdad irremediable en el segundo (si me tiñera no habría milagro: los resultados serían catastróficos)? Desde entonces, como si las ideas pudieran tener una expresión material, me reviso el cabello como quien revuelve en un cajón de palabras viejas. Encuentro poco, pero veo demasiado: noto que cada vez tengo más canas, que los hilos blancos resplandecen entre mi cabello oscuro, y que ese contraste deja en evidencia cómo el paso de los años empieza a dejar su huella en mí. Y en muchas: en estos días lo veo también en mis amigas Fernanda y Selva, que han decidido -como yo- no teñirse y quedar expuestas a la realidad del tiempo y el espejo. "Qué poco duró" podría ser acá, también, la frase; o "qué poco dura para las morochas" podría ser la frase completa pues las blondas tienen el favor encubridor del cabello: las canas no se notan tanto. "Les recomiendo a todas las mujeres que alguna vez sean rubias, porque tiene lo suyo ser rubia en la vida. Está bueno que te digan: Che, rubia" me dijo alguna vez la dibujante Maitena, y las dos creíamos que el comentario era un chiste.
Un chiste de Maitena, claro. Que siempre es cierto.