La maison Nucingen es castillo encantado, palacio de invierno y caserón de fantasmas.
Es una propiedad por el campo, pero en su interior sólo se habla francés, porque la casa lo exige y en las afueras, eso sí, ya será en alemán, inglés, español y da lo mismo.
Hay un cuento entre líneas.
El propietario es William Henry James III (Jean-Marc Barr), un escritor que por lo visto la ganó jugando póker. El dueño y su esposa, Anne Marie (Elsa Zylberstein), a comienzos del siglo pasado, toman posesión de la propiedad y de sus contenido. Es lo material y también las ánimas. Son los sentimientos y además la memoria.
Hay otro cuento.
Es lo que se habla de la mansión y sus dueños: rumores, adornos, palabras, inventos y leyendas sobre leyendas. El médico gordo que ríe y canta. El señor que lee a Pascal. Y esas mujeres que no son ni carne ni espíritu, sino todo lo contrario y ahí están: coquetas, sonrientes, asustadizas, enfermas y capaces de convertir un hueso en flauta.
En el caserón enorme, rico y solitario, en principio, hay más humanos que fantasmas, aunque también se puede afirmar justamente lo contrario, porque ya no se sabe quién es quién.
En la base de la película existe una novela de Honoré de Balzac y en el cine de Ruiz, en otras ocasiones, estuvo Robert Louis Stevenson y Marcel Proust, pero no hay que engañarse con el conocimiento ni la sabiduría. Estamos en Chile.
Chile es el lugar donde nadie sabe dónde está parado.
Justo como en "La maison Nucingen".
Hay algo sacro y solemne en los movimientos de cámara de Raúl Ruiz, que nació y fue criado en Chile, un país lejano, pobre, campestre y por un rato revolucionario.
En el temple del director, sin embargo, hay un creador que parece dominar ciencias antiguas, ancestrales e inmemoriales donde se mezcla geografía, lectura, magia, idiomas, cultura, leyendas y destino.
Entonces filma con sabiduría, serenidad y una confianza ilimitada en las imágenes. Nada le espanta, y el cine de Ruiz se escabulle y escapa de la comprensión. No quiere ser aprehendido ni aprendido. Ni tomado por el cuello ni interrogado, ni medido por premios ganados ni entradas vendidas.
Se trata de una opción elegante, solemne, surrealista y tan absurda como filmar el tiempo que va pasando, transcurriendo y esfumándose.
Un material evanescente y vaporoso que se hace humo entre los sentimientos y la memoria, donde la música de un clásico es equivalente a una canción chilena e infantil. La memoria es democrática y va desde el rellano de una escalera a la gran vista de la cordillera. Lo pequeño y lo enorme. Es Chile y parece el extranjero.
Es también algo que estuvo y ya no está: espíritu o cosa, ánima o persona.
Algo como el director Raúl Ruiz, el habitante permanente de "La maison Nucingen", un lugar poblado por imágenes, seguramente encantado y que carece de lógica, comprensión y número.
Francia, Rumania y Chile, 2008. Director: Raúl Ruiz. Con: Elsa Zylberstein, Jean-Marc Barr, Laurent Malet. 94 minutos. Todo espectador.