Remoción en masa: expresivo concepto con el que la geografía designa el riesgo asociado al fenómeno del deslizamiento de grandes porciones de suelo producto de la erosión. Y vaya cómo hemos sido testigos este año del hecho de que nuestro país se escurre inconteniblemente de la cordillera al mar, llevando a su paso poblados, caminos y cultivos. A nuestro suelo vegetal, acumulado como una pila de polvo, basta agregarle agua para diluirlo en un torrente barroso.
Desde hace más de un siglo y medio se viene insistiendo en la necesidad de forestar nuestro territorio. Desde la Sociedad Nacional de Agricultura, el mismo Andrés Bello redactaba una primera propuesta de ordenanza de bosques en 1838. No solo se buscaba revertir la insensata mentalidad depredadora de la Colonia, sino mejorar nuestro paisaje: contener las tierras de los montes, fijar la humedad de la atmósfera, controlar las reveniciones o afloramientos de las aguas en la periferia, disminuir la reverberación del sol y bajar la temperatura. José Miguel de la Barra, Tomás Urmeneta, Luis Sada de Carlos, Vicuña Mackenna, integraron las filas de quienes, a lo largo de los años, insistieron en esta necesidad de obligar a los municipios a poblar nuestro territorio con árboles "indijenas i extranjeros".
El mismo Vicuña Mackenna, habiendo paseado por los bois parisinos, se figuraba un bosque de olivos para el Campo de Marte, antes de que surgiera la idea del encarrozado parque Cousiño. Habiéndose extraviado con gusto en los bosques alemanes -en su mayoría, artificiales, plantados siglo tras siglo-, imaginaba que en nuestros reforestados montes podía reproducirse el spazieren o arte de pasear al aire libre. Afanes ventilados no escaseaban en la idiosincrasia chilena para asumir ese nuevo hábito recreativo.
Hace más de 150 años que estos sabios discursos se diluyen en el desierto y, en el entretanto, hemos perdido tiempo y suelos preciosos. ¿No será momento de intervenir, drástica pero virtuosamente, en el devenir de nuestro paisaje?