El enólogo Aurelio Montes me lo decía hace unos días en una comida: "Nuestra viticultura es fuertemente bordelesa, estamos influenciados por ellos. Nos gusta el cabernet sauvignon". Eso, a propósito de tratar de explicar el vino chileno, lo que es hoy y de dónde viene.
Esa explicación tiene muchas aristas, pero sin duda que Montes tiene razón. Los franceses en general, y los bordeleses en particular, fueron los que moldearon la forma de hacer el vino en Chile, desde que todo esto se comenzó a volver una industria desde mediados del siglo XIX.
Arrancando de la plaga de la filoxera, la mayor peste que ha azotado a los vinos del mundo -aunque no a Chile-, llegaron técnicos franceses que no sólo trajeron estacas de parras, sino que también técnicas, conocimiento y el amor por el cabernet sauvignon, por el merlot, por el sauvignon. Los mismos amores que no solo los consumidores chilenos tenemos, sino que los mismos enólogos chilenos tienen. Aunque es muy cierto que hoy los horizontes se han expandido, hasta hace muy poco si a un enólogo local le preguntaban cuál era su vino más admirado, seguro que nombraba algún château de Burdeos, mientras le brillaban los ojitos.
Desde ese lejano 1850 ha habido oleadas de técnicos franceses que han seguido arribando al país, y algunos han formado parte de eventos relevantes de la historia reciente del vino chileno. Pienso, por ejemplo, en el arribo de Pascal Marty, directamente de Mouton Cadet, en Burdeos, a hacerse cargo de uno de los proyectos más ambiciosos en la historia del vino chileno, Almaviva, el joint venture entre Concha y Toro y Château Mouton Rothschild. Marty hoy sigue en Chile, trabajando en varios proyectos personales, pero además a la cabeza de los vinos de Cousiño Macul, en el corazón mismo del cabernet sauvignon chileno.
En el otro extremo está Louis Antoine Luyt, quien llegó a Chile con la imagen nostálgica que los franceses -sobre todo los jóvenes algo intelectuales- tienen del puerto de Valparaíso, un mito para ellos. Luyt comenzó vendiendo teléfonos, luego se metió a estudiar sommelería y terminó enamorándose de las viejas parras de país del sur de Chile para descubrir algo que nadie había descubierto: que el país podía ser rico, más que tomable, y que tenía que dejar de ser mirado en menos, como lo había sido, precisamente, desde que los compatriotas de Luyt llegaron con sus cabernet. Hoy hasta Concha y Toro hace un país, algo que habría provocado burla hasta hace apenas un par de años en nuestra escena. Luyt, un francés, se encargó de cambiar todo eso.
"Creo que los extranjeros en general en Chile traen una visión distinta. El solo hecho de llamar aquí al mundo del vino 'industria vitivinícola' refleja bien la visión que los chilenos tienen. Los franceses creo que lo vemos más por el lado cultural y de lo que está asociado al vino: comida, placeres de la mesa", señala Arnaud Hereu, un enólogo bordelés que es responsable de haber construido el catálogo de los vinos de la viña Odfjell.
Hereu fue uno de los primeros en darse cuenta del potencial del carignan en Chile, mucho antes de que los Vigno (la asociación que hoy reúne a las viñas que lo producen) existieran. Tal como para Luyt fue obvio aprovechar algo que parecía ser invisible para los demás, para otros franceses el tema del vino representa una suerte de gran oportunidad. Mientras en su país parece estar ya todo inventado, en el Nuevo Mundo hay mucho por hacer.
"El Chile vitícola que conocí en 2000 era una página en blanco. Seductor, ¿no? Eso creo que generó muchas expectativas en un momento en el que el llamado 'Viejo Mundo' estaba algo estancado. Y lo aprovechamos, a veces con soberbia, pero siempre con muchas ganas", dice David Marcel, casado con chilena y autor -junto a su mujer- de Aupa, uno de los primeros tintos en Chile que han puesto el estilo del pipeño en las mesas más sofisticadas de la restauración nacional.
Tal como hace 150 años, a los franceses les sigue atrayendo la libertad que hay en Chile (y en otros países del Nuevo Mundo) para hacer vinos. "Lo que más me gusta en cuanto a vinos es eso, la libertad. En Francia, las leyes de denominación de origen imponen una especie de prisión a la imaginación, a la calidad en sí. Entiendo el discurso francés de las D.O. Quizás era cierto hace 50 años, pero creo que ya no. Además, con todo lo que todavía tiene que descubrir y ofrecer, estoy seguro de que Chile va a ser el país más interesante del mundo en cuanto a vinos", remata Hereu.