"Así como en 1988, tras 17 años de gobierno militar, el cambio era necesario para abrir las puertas a la democracia, hoy el cambio es urgente para abrir las puertas al progreso". La frase no es del senador Quintana, ni de alguien de la Nueva Mayoría; está en el preámbulo del programa de gobierno de Sebastián Piñera, donde sostenía: "La Concertación que nos ha gobernado en los últimos 20 años se agotó, perdió las ideas, la fuerza y la voluntad".
La idea del cambio no era nueva. Ella había sido instalada en la arena política por Joaquín Lavín en 1999, y estuvo a milímetros de llevarlo a la Presidencia de la República. Se basaba en el dramático diagnóstico que formulaban intelectuales de derecha, como Juan A. Fontaine, que compartía por lo demás gran parte de la comunidad empresarial: "Chile, después del gran salto que dio entre mediados de los 80 y mediados de los 90 entró en la "gran siesta". Tuvimos 12 años de carrera a velocidad de una liebre y 12 años a paso de tortuga".
La misma visión alimentó el libro que Andrés Allamand publicara en 2007 bajo un título que lo decía todo: "El desalojo. Por qué la Concertación debe irse el 2010", libro que, como lo subrayara años después su propio autor, fue fundamental para el triunfo de Piñera, pues "logró mostrar que la Concertación estaba agotada". Propósito al que contribuyó también uno que había salido de sus filas, el candidato Enríquez-Ominami: para "pasar del Chile de los privilegios al Chile de las oportunidades y la libertad", señalaba su programa, "necesitamos de una estrategia de desarrollo distinta a la que se ha venido implementando durante los últimos 20 años". Su aporte le valió un generoso reconocimiento del mismo Allamand: "MEO fue objetivamente factor clave para el triunfo de Piñera".
La "nueva forma de gobernar" buscó encarnar esa ansia de cambio -realizar "una segunda transición", como rezaba el programa, que "transformará al país de hoy en un Chile desarrollado y sin pobreza"-. Si lo consiguió o no, es una materia opinable: de lo que no hay duda es de que la ciudadanía le dio la espalda, y en 2013 sometió a la derecha a la derrota electoral más humillante desde el retorno de la democracia. La bandera del cambio, la misma que ella había atizado por años y que Piñera encarnó cuatro años antes, pasó entonces a manos de la Nueva Mayoría. Había llegado la hora -proclamaba en su programa Michelle Bachelet- de "hacer los cambios necesarios al modelo de desarrollo que ha tenido nuestro país".
Pero da la impresión de que la experiencia de gobierno, que le hizo palpar los límites del voluntarismo, más los efectos de la ansiedad reformista de la Nueva Mayoría, provocaron en la derecha y en la comunidad empresarial una suerte de reencantamiento con ese Chile -el de la Concertación- que poco tiempo atrás proclamaban dormido y agotado, e invitaban a desalojar.
"A pesar de todos nuestros problemas, tenemos un país extraordinario", le confesaba Sebastián Piñera a Don Francisco en mayo pasado; pero "nos trataron de convencer (sic) que todo lo construido en los últimos 25 años fue un engaño, y transformaron nuestros éxitos en fracaso". Meses antes su canciller, Alfredo Moreno, ante una audiencia empresarial extasiada, afirmaba que "las políticas públicas de estas últimas décadas han sido de excelencia". Y el propio Andrés Allamand decía semanas atrás: "es verdad, hay mucho que mejorar, pero de ahí a pensar que hay que demoler Chile para volverlo a construir hay una retroexcavadora de diferencia".
Por lo visto ni el cambio ni las reformas están de moda. Su mera mención a varios provoca arcadas. Pero ellos fueron una demanda ampliamente extendida, en gran parte alimentada intelectual y políticamente por la derecha. Uno se puede arrepentir, es humano, pero sin olvidar aquel sabio aforismo: siembra vientos y cosecharás tempestades.