¿Es suficiente obtener el apoyo del 15 por ciento de miembros de un conglomerado para asumir una candidatura presidencial? No parece bastante para obtener la legitimidad de una representación. Eso es lo que obtuvo en las primarias Pablo Iglesias, líder del español Podemos, la formación política que emergió después de que los "indignados" irrumpieran en el panorama bipartidario hispano en 2011. De los 380.548 inscritos en el partido, votaron apenas 59.723, el 15,69 por ciento. Pobre participación para validar un liderazgo de quien se yergue como el moralizador de la política española, aun cuando haya recogido el 93 por ciento de esos sufragios. Claro, no tenía lista rival.
Iglesias, profesor universitario y agudo polemista, no se ve complicado por ese magro apoyo. Quizás qué razones tuvo la gran mayoría de los miembros de Podemos para no ir a votar, pero sí se conocen pugnas internas, precisamente por el hecho de que las elecciones fueron organizadas "a su pinta" por el entorno de Iglesias, quien consiguió elegir a sus más cercanos. "Todos los procesos de primarias son mejorables", se defendió el candidato, pero nada ha hecho para corregir el resultado.
Es verdad que Iglesias es el "líder natural", el "gurú" del partido, que fue él quien lo llevó a su peak de popularidad para las elecciones europeas del año pasado, donde obtuvo más de un millón de votos, y que en las elecciones municipales recién pasadas tuviera un digno resultado (aunque menos lucido al aliarse con personalidades o movimientos locales), pero eso no corrige el déficit democrático que implica la baja participación en su nombramiento.
El impulso que llevó a Podemos a tener en enero pasado el 28 por ciento de las intenciones de voto de los españoles ha mermado; ahora apenas tiene el 18 por ciento, detrás del PP y el PSOE, que obtienen 23 por ciento, con leves diferencias a favor de cada uno, en distintos sondeos. Iglesias podrá culpar de su espectacular caída de diez puntos a la crisis griega y a los acuerdos que se vio obligado a firmar Alexis Tsipras con sus acreedores europeos. Iglesias miraba con admiración al Premier griego, y apoyaba de plano su estrategia rupturista, que terminó en un rotundo fracaso. Pero esa no es la única razón. Al final, los españoles son más realistas de lo que se piensa y ven que esas promesas de camino propio y que el desafío a los poderes establecidos no son la forma de superar una crisis de la que todos son responsables. Además, los ven actuar en los gobiernos locales.
Por fin España está saliendo lentamente de sus problemas económicos (las cuentas van cuadrando y el desempleo cae), y aunque Mariano Rajoy deberá hacer una campaña impecable y evitar que le salpiquen los escándalos de corrupción para cosechar los frutos de su política económica (y ganar las elecciones), el país no parece destinado a seguir el rumbo al precipicio que significó en Grecia la elección de Tsipras, el referente griego de Iglesias.