Hace menos de noventa días ocupaban sillones de ministros de Estado y se paseaban por los salones de La Moneda. Fueron los responsables de crear las bases programáticas y operativas de la Nueva Mayoría y de la candidatura de Michelle Bachelet. Eran la encarnación de la meritocracia. Estaban encargados de conducir a Chile en lo que ellos mismos bautizaron como "nuevo ciclo", algo que se vaticinaba luminoso. El momento de dar la espalda al realismo de la "vieja guardia", usado como pretexto para frenar los cambios. De subordinar la gestión ordinaria a las reformas estructurales, aun si ello tenía costos en materia de crecimiento. De guiarse por un programa que apuntaba a "otro modelo", no por la contingencia o la negociación. De aprovechar la mayoría electoral para actuar en todos los frentes simultáneamente. En fin, de cumplir con lo que se había prometido, y por lo cual la ciudadanía había luchado y votado: desmantelar mecanismos de mercado, la fuente de una intolerable desigualdad.
No cabía que el diseño y la secuencia de las reformas fueran objeto de discusión o revisión. Si estas despertaban resistencias era por el natural miedo a los cambios, la propaganda opositora y los errores comunicacionales. La caída de la adhesión al Gobierno que mostraban las encuestas desde junio de 2014 no era algo de qué preocuparse: se revertiría automáticamente una vez que las reformas estuvieran en régimen. Sobre la oposición, bastaba con dejarla que se quemara en la hoguera del caso Penta. Chile, en suma, había dejado de ser un buen lugar para los débiles; esos que se hacen preguntas, que dudan, que temen caerse, y buscan algo más sólido que ellos mismos en qué apoyarse.
En poco más de un año, todo eso estalló por los aires. ¿Fue culpa de las reformas, de los "patines", de Caval, del precio del cobre, de la "vieja guardia", de SQM, de la "retroexcavadora", de la G90? Ya poco importa. Lo concreto es que, al menos desde el retorno de la democracia, jamás un proyecto de gobierno se desplomó de una manera más brutal, y por causas estrictamente endógenas.
Desde hace algunas semanas el Gobierno ha decidido apelar al realismo, lo cual va de la mano de la priorización, la gradualidad, la gestión, el diálogo. Esto echa por la borda buena parte del discurso original de esta administración, el cual atrajo a muchos grupos y personas a sumarse a sus filas.
El realismo invoca, cómo no, al crecimiento económico. No podía ser de otro modo: así como en otras épocas fue la religión o la política, en esta es la economía el tribunal que fija, en forma inapelable, los límites de lo posible y lo imposible. Y esta ya dictaminó: el "otro modelo" no es viable.
Lo que perturba, sin embargo, es que los creadores de la armazón intelectual y política que hoy se desfonda no salgan en su defensa. Algunos se han acomodado al discurso del realismo, mientras sus figuras más emblemáticas -que hasta hace poco, como decíamos, ocuparon altas posiciones de la vida republicana- mantienen un hermético silencio para no dañar, se dice, su defensa judicial. Nada de esto habla muy bien, admitamos, de la solidez de los principios e ideas que parecían inspirarles.
Perturba también que los chilenos, desde la cúspide a la base, interpretemos lo ocurrido como si hubiese sido resultado algo así como de una epidemia para la cual no había antídoto, o peor, del secuestro del Gobierno por una banda de timadores ante quienes nos entregamos como niños. Explicaciones de este tipo son tentadoras, pues nos liberan de responder por nuestros actos o nuestra pasividad. Pero no fue así. Las raíces de la retórica del "nuevo ciclo" hay que buscarlas en las complejidades de la sociedad chilena de hoy. Si no nos hacemos cargo de ello, volveremos a tropezar en la misma piedra.