Alex Carver (Morgan Freeman) y su esposa Ruth (Diane Keaton) son dos septuagenarios que 40 años atrás fueron pioneros en la entonces devaluada zona de Brooklyn. Allí están sus vidas, las pinturas con las que Alex nunca fue demasiado exitoso, las rutinas y los vecinos de todas las mañanas, las alegrías y las tristezas de una pareja que, a sus años, ha llegado a ser más amiga que amante.
El caso es que Brooklyn ahora está de moda, se ha poblado de hipsters y los viejos almacenes han sido reemplazados por complejos de comida rápida. Además de ser viejo, el departamento de Ruth y Alex está en un quinto piso, sin ascensor, y hasta la perra Dorothy ya tiene demasiadas dificultades para subir. Debido a esos confusos factores, Ruth decide que es hora de cambiar de piso y vecindario y pone en venta el departamento. Una solícita sobrina, Lily (Cynthia Nixon), que resulta ser corredora de propiedades, ofrece sus servicios y se hace cargo del asunto.
El relato transcurre en poco más de un día y entrelaza tres líneas: la venta del departamento y la búsqueda de otro; la operación a la columna que debe sufrir la perra Dorothy, y el recuerdo de la historia del matrimonio desde que se conocieron, él como pintor y ella como modelo. Esto último se resuelve en seis flashbacks, cuya propia brevedad los denuncia como innecesarios, a pesar de que rozan uno de los motivos que pudo ser más interesante: las dificultades que debieron enfrentar en una época en que las parejas interraciales eran todavía resistidas en la cultura blanca de Estados Unidos. Esa era, quizá, otra película.
La otra línea, la de la perra Dorothy, podría haber sido una metáfora del propio destino de Ruth y Alex, pero el cineasta Richard Loncraine carece de la inspiración necesaria para semejante delicadeza. De modo que la historia de la perra queda limitada a la relación de afecto entre dos veteranos que no pudieron tener hijos y una mascota que los acompaña. Que su operación ocurra mientras ellos atraviesan el peor estrés de estos años no es más que un accidente, y nada dice sobre las enfermedades de los viejos, que, con excepción de la dificultad de subir los cinco pisos, parecen no existir entre los Carver. Para esos temas posiblemente se habría necesitado otra película.
Queda, entonces, lo del cambio de departamento, que por momentos adquiere ciertos toques de delirio: los visitantes que se repiten de un piso en otro o el frenesí codicioso de las corredoras de propiedades, por ejemplo. Pero estos son apenas unas notas ocasionales que subrayan la normalidad y la serenidad que han alcanzado Ruth y Alex, ese estado donde la velocidad artificial de las cosas ha perdido sentido. Es la línea que sobrevive en esta historia, que pudo ser otros dos o tres filmes, pero es lo que hay. No mucho.