Fui a Cuba por primera vez a fines de 1996. Era pleno "período especial", como se bautizó eufemísticamente en la isla lo que en el resto del mundo se conoció como el colapso del sistema socialista y la bancarrota de los países ligados a este -entre otros, la misma Cuba-.
La situación era horrorosa. Las ciudades, de una belleza arquitectónica sin parangón en América Latina, parecían estar saliendo de una larga guerra. Las calles estaban inundadas por niños y jóvenes de ambos sexos que estaban dispuestos a todo -literalmente- por conseguir unos pocos dólares, un tubo de pasta de dientes, un jabón, o algo de comida. Casi no se veían vehículos; solo caminantes que deambulaban sin destino, ciclistas, carros arrastrados por caballos y camiones destartalados usados como transporte público.
Me prometí no pisar nuevamente Cuba si no había antes un cambio de régimen. Pero acabo de ir nuevamente. Lo que me hizo romper la promesa fue un documental de Silvio Rodríguez sobre la vida en los barrios pobres de La Habana. Pese a mis prejuicios, lo que ahí vi fueron rostros serenos y alegres, pese a vivir en condiciones de miseria que en Chile ya nos resultan inimaginables. Relaciones basadas en la reciprocidad y la solidaridad antes que en el interés y la competencia, como si no tuviesen otra alternativa para sobrevivir que ayudarse mutuamente. Esto, salpicado por una total indiferencia hacia el Estado y quienes lo administran. Hay en esto, pensé, una sabiduría que quizás no supe captar cuando fui la primera vez, y miré a Cuba con los ojos de un país que por entonces estaba henchido de orgullo por sus logros y se creía el "jaguar de Latinoamérica".
No vuelvo decepcionado.
Ya no se ven esas hordas de pordioseros que antes acosaban a los extranjeros. Circulan más vehículos, en su mayoría antiguos, que han sido adaptados por el ingenio que crea la carencia. Se ven más turistas, muchos de ellos estadounidenses. Lo que antes eran excepciones, ahora son plaga: hogares que hacen de restaurantes (los famosos "paladares"), dueños de carros que hacen de taxistas, familias que arriendan habitaciones, comerciantes que traen verduras y frutas del campo. De lo contrario, no tienen acceso al peso convertible (CUC), cuyo cambio está equiparado al dólar, con el que se accede a parte de la canasta indispensable para vivir.
El Estado sigue siendo un monstruo enorme. Pero ya no muerde. Perdió los dientes -mal que mal, es encabezado por octogenarios-. No ha perdido la capacidad represiva o de control político e informativo. Lo que ha perdido es el control de la economía. De hecho, no hay familia cubana que no esté envuelta en algún tipo de actividad privada, legal o ilegal. Nadie se rebela contra el régimen, es cierto, pero en la práctica pocos le obedecen. Aunque lo quisiera, este no podría bloquear lo que ya se transformó en un deseo compulsivo de los cubanos: la apertura de relaciones económicas con Estados Unidos -y lo que va de la mano con esto: más capitalismo-. Si lo intentara, sería volteado por una revolución o, lo más probable, erosionado por la anomia.
Pese a todos sus problemas, debemos aprender de Cuba. Una sociedad que ha resistido la presión de un modelo totalitario -y su colapso-, preservado su creatividad, sus relaciones de reciprocidad y hasta su religión. Un país que, marginado de la "cultura del descarte", como la llama
Laudato Si', cultiva la recuperación, el acomodo, el hibridaje. Un pueblo con una sorprendente "capacidad de gozar con poco", de crearse esperanzas y producir felicidad con recursos materiales mínimos. Lo que Cuba tiene y nos puede enseñar es la "feliz sobriedad" que reivindica el Papa Francisco.