Era todavía la noche cuando abriste los ojos. En invierno amanece más tarde, y el cielo de la mañana era apenas una premonición en el momento en que te empezaste a vestir. Comenzaba un día especial. Había que ir temprano a la Legislatura de la Ciudad porque junto a tus amigos -tus compañeros de escuela- jurabas fidelidad a la bandera nacional. Habían estado meses preparando cosas en el grado. Habían ensayado una versión del Himno hecha en lenguaje de señas (te vi practicarla en casa: tus manos eran pájaros metódicos surcando el aire). Habían hecho un trabajo periodístico en el que cada alumno debía escribir a escondidas el perfil de un compañero que le había sido asignado en secreto (nos preguntamos quién estaría escribiendo sobre tu vida). Y después, en las casas, los adultos habíamos tenido que hacer lo nuestro: con toda la prolijidad de la que fui capaz, cosí en tu uniforme una cinta con los colores de la bandera argentina.
Luego de vestirte fuiste al baño a lavarte la cara y los dientes, y también a peinarte. Quise ayudarte, pero apenas acerqué las manos a tu pelo hiciste un gesto de discreto rechazo: tenía que irme. Debía dejarte solo frente al espejo. Te encerraste por diez minutos y yo quedé afuera, orgullosa y vulnerada a la vez. Desde hacía ya un tiempo que venía notando eso: tu lenta independencia de mí, tu modo de hacerte fuerte en ese juego sano pero horadante de las presencias y las ausencias. Era hora de empezar a aprender dónde estar y de qué lugares desaparecer. Ya no podía besarte tanto en público. Ya te cubrías el cuerpo al salir de la ducha. Ya no había forma de dar solución a todos los problemas que te aquejaban.
Hacía unas semanas habías tenido un tic. Pestañeabas mucho, como si no dieras crédito a las cosas o como si quisieras apresarlas, o quién sabe. Me pregunté qué te estaría angustiando, por qué estarías ansioso, qué tipo de descarga electrizaba tus ojos de novillo. Te hice preguntas y a todas respondiste "todo bien" y la sensación fue pétrea: si antes podía ayudarte a aliviar los dolores del alma, ahora tenías la propiedad de tus dolores. Me metí en Google, viví el vértigo de los diagnósticos irresponsables que circulan por Internet, te llevé al pediatra. Aumenté las horas de descanso y en la familia hicimos lo que pudimos a sabiendas de que había que hacerlo con calma. A los diez días habías dejado de pestañear en exceso. Tal vez habías sufrido un bruto agotamiento, supuse, o quizás era la ansiedad de sentir que tenías que hacer siempre lo correcto: ser buen alumno, practicar deportes, ser responsable en tu casa.
Yo también me cerraría la puerta en la cara. No hay por qué jurar fidelidad a los padres.
Saliste del baño con el flequillo peinado a un costado y endurecido por el gel. Estabas guapísimo, pulcro, como si un gran viento de ozono te hubiera purificado. Desayunamos, nos abrigamos y fuimos en subte hasta el Microcentro. El vagón era un rezumo de trabajadores apretados, hartos, penitentes. "¿Cuando sea grande voy a tener que pasar por esto?" dijiste arqueando las cejas, con deliberada ironía. Un muchacho con auriculares masticaba chicle a medio metro de tu oreja. "Depende", respondí. ¿Qué otra cosa iba a decir? Deseo que no pases por esto, pero lo cierto es que ya nada es mi decisión entera. Quizás debas viajar en lata al Microcentro y tener un trabajo que no te guste hasta poder hacer aquello que te dé placer. Quizás odies este subte como lo odié yo cuando tenía dieciocho y era empleada en el Correo y debía ponerme tacos para ir a aburrirme sobre un escritorio. Pase lo que pase, solo espero que haya algo que desees con intensidad.
En la Legislatura fuiste tratado como mucho más que un niño: como un ciudadano con responsabilidades sobre el pedazo de tierra en el que le tocó nacer. Cantaste el Himno, juraste la bandera, escuchaste un discurso sobre Manuel Belgrano y una docente dijo que alguna vez Belgrano había sido un chico hecho de pequeñeces cotidianas, y que por eso había sido importante trabajar las biografías en la escuela: para entender cómo se construye una vida. Cómo todos hacen de su cuerpo una huella. Al final del acto se develó el misterio y supiste quién había escrito sobre vos. Había sido Nacho, Nachito, tu amigo con síndrome de Down. "En campo de deportes yo no podía pegarle a la pelotita y vos te acercabas, me enseñabas y me decías ´mirá la pelota, Nachi, y después pegale´. Nunca voy a olvidar tu generosidad y paciencia" te escribió.
Así es que ahora que tengo el libro de tu vida en mi mano, pienso que ojalá esa -la generosidad y la posibilidad de amar al prójimo sin demandas ridículas- sea tu bandera. Esa cualidad te convertirá en alguien mejor que yo.