Junto al estreno mundial de una obra del chileno León Schidlowsky, Richard Strauss dominó en el concierto que el viernes brindó en el Teatro Municipal la Orquesta Filarmónica de Santiago bajo la dirección de Paolo Bortolameolli.
Difícil resulta emitir juicios sobre "Musical Landscapes" de Schidlowsky, pues en una primera audición mundial cualquier comentario resulta algo "impresionista", librado a la reacción del momento. Los paisajes sonoros que desfilan dejan atisbar, entre oscuras tenebrosidades, un interior rico en exploraciones rítmicas, tímbricas, dinámicas y de tejidos contrastantes, al estilo del "acorde cambiante" de Schoenberg (opus 16). En una primera impresión (superficial), la obra, aunque representativa de la estética del compositor, deja una gran pregunta cuya respuesta solo podría aventurarse después de varias audiciones.
Y ahí vino Strauss: "Cuatro últimas canciones", "Danza de los siete velos" de la ópera "Salomé" y suite de la ópera "El caballero de la rosa". Un festín de sonoridades admirablemente llevado a cabo por la soprano Paulina González, la orquesta y su director.
Las "Cuatro últimas canciones" (1948) junto a la "Metamorfosis" para cuerdas (1945) constituyen el legado de un compositor que en sus años finales asiste, desolado, al derrumbamiento físico y moral de su patria. Alegría mansa, dolor, resignación y también la esperanza de una muerte redentora ("¿Es acaso la muerte?") impregnan los textos escogidos (Hermann Hesse y Joseph von Eichendorff) y una de las más sublimes músicas jamás compuestas. Paulina González, en trayectoria siempre ascendente, con conmovedor fraseo puso la belleza de su timbre y sus luminosos agudos al servicio de esta obra excepcional, confirmando su lugar como una de nuestras mejores sopranos. Aunque su versión fue en todo momento de excelencia, la canción Nº 3 ("Beim Schlafengehen") alcanzó un clima emocional irresistible al que se integraron los excelentes solos de violín de Holly Huelskamp. Desgraciadamente, la continuidad de la entrega se vio amagada por la insistencia del público (tal vez creyéndose en la ópera) en aplaudir después de cada canción.
Bortolameolli abordó con maestría un lenguaje erizado de dificultades. En "Salomé" hizo convivir el exotismo teñido de morbosidades wildeanas y la energía desbocada, con pleno dominio y plasticidad. En "El Caballero", los complejos rubati se engarzaron sin artificios en el discurso a la vez lírico y arrebatador de los valses. Un gran trabajo de un joven pero sólido director, secundado por una orquesta dúctil y de cuidado sonido.
Abandonamos el teatro y nos sumergimos en el frío capitalino arropados por las suntuosidades straussianas. Un muy buen concierto.