Desde hace años, a la hora de almorzar o cenar, compartimos -en la mesa familiar- una oración que ya sabemos de memoria, pero que olvidamos cómo y dónde la aprendimos. La oración dice: "tierra: esto tu gracia nos dio/ sol: esto tu luz maduró/ sol y tierra bien amados, nunca seréis olvidados/ buen provecho, podemos empezar". Es una oración simple, ecuménica, lo que permite que si hay algún invitado a nuestra mesa de cualquier credo religioso o agnóstico o ateo, pueda sumarse sin problemas a esta acción de gracias que nos lleva a recordar que los alimentos que están en nuestros platos no vienen de un supermercado o una fábrica, sino de esa madre tierra de la que nos hemos alejado tanto, al punto de olvidar que existe. Cada cierto tiempo vale la pena recordar que la tierra está ahí y que estuvo ahí antes de que nosotros llegáramos, y que permanecerá cuando nos hayamos ido. El hombre, en un momento de la evolución, tuvo que separarse de la naturaleza para crear su propio "mundo", para dejar de ser parte de ella, para habitarla. Toda madre -si es una buena madre y no una entidad posesiva y devoradora- debe dejar a sus hijos partir y buscar sus propios cobijos. Pero eso no significa que olvidemos a quien nos dio vida, neguemos nuestra filiación con ella, la abandonemos a su propia suerte y, además, la maltratemos. El hombre creó la ciudad -una gran invención que permite el encuentro con los otros- y también la tecnología -una extraordinaria herramienta de conocimiento y desarrollo-, pero siempre habrá en él una nostalgia por la tierra de donde viene y a donde va. Por muy lejos que esté de ella, algo instintivo lo llevará a buscarla otra vez, como un animal que regresa. En una de las escenas más conmovedoras de la novela "Los Hermanos Karamasov" de Dostoievski, Aliosha, en un momento en que tiene una revelación o epifanía espiritual que cambiará para siempre su vida, lo primero que hace es correr fuera del monasterio donde se encontraba, y en plena noche cae como fulminado al suelo y comienza a abrazar la tierra: "No sabía por qué abrazaba la tierra, no se daba cuenta por qué sintiera aquellas ganas irresistibles de besarla, pero la besó llorando, sollozando y enajenado juró amarla por los siglos de los siglos". Aliosha no cae a los pies de un ícono o una imagen religiosa, cae a los pies de la tierra, porque es allí donde el hombre puede vivir su máxima experiencia espiritual. Sin la tierra, el hombre no podrá tocar nunca el cielo ni descender al fondo de sí mismo. Sin la tierra, el hombre es un desarraigado que avanza a ciegas en un erial de perplejidad y sin sentido. Nunca olvidaré cuando un tío me enseñó una vez a meter las manos en la tierra de un bosque del sur y oler el humus. Cuando muera, creo que pediré me traigan esa tierra viva otra vez, para cerrar los ojos y sentir esa fragancia poderosa y nacer de nuevo. En las próximas semanas, el Papa Francisco publicará una encíclica que ha generado gran expectativa, puesto que -al parecer- condenará con fuerza la explotación despiadada de la tierra por un sistema económico al que, para sostener un crecimiento basado en un consumismo demencial, no le importa desoír las advertencias y clamores de profetas y sabios de todos los tiempos, desde Lao-Tsé a San Francisco de Asís, desde Rousseau a Gabriela Mistral. La potencia más depredadora y consumista de todas -EE.UU.- seguramente hará otra vez oídos sordos a este nuevo llamado. Qué paradoja, porque ese es el país de David Thoreau, el hombre que se fue a vivir al bosque y nos invitó a retornar a casa, la naturaleza. En estos días de alarmante sequía, en que sentimos cómo el desierto avanza y el aire se hace irrespirable, solo nos queda abrazar la tierra milagrosa y regarla con nuestras lágrimas, como Aliosha. Mis niños siguen orándole a la tierra todos los días, con mucha fe, y yo me aferro a esa fe y la prefiero a la desesperanza estéril que los creyentes en la religión del dios Dinero han sembrado por milenios en nuestras conciencias.