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Lunes 04 de mayo de 2015
En la batalla de Chillán no hubo sobrevivientes
Goles, expulsiones, reclamos y muy poco juego limpio. Rojos y naranjas, estos últimos vistieron ayer de negro, disputaron con todas las de la ley —y también fuera de ella— su último partido de la temporada en Primera División.
Raúl Neira, enviado especial a Chillán
“Volveremos, volveremos, volveremos otra vez, volveremos a Primera, volveremos otra vez…”. Casi sin voz, pero con la pena a flor de piel, la hinchada de Ñublense se resiste a dejar el Nelson Oyarzún.
Aplauden a sus jugadores, aunque ya no son de Primera. Hay caras tristes, incredulidad, pero también resignación: sabían hace un buen rato del punto rescatado por Antofagasta en El Teniente, y el triunfo sobre Cobreloa, en consecuencia, poco importaba.
Damián Frascarelli, el arquero, se toma la cabeza. A Gabriel Rodríguez le caen algunas lágrimas.
El rival llora la misma tragedia y por orden de su entrenador, Marco Antonio Figueroa, van al codo sur para agradecer el sacrificio de sus hinchas.
Pero de creer su nueva realidad, poco y nada.
Es la última imagen de Ñublense y Cobreloa en el futbol grande.
Pelea de principio a fin
No fue necesario el fuego para encender los ánimos: el castigo que restó tres puntos a los loínos y la tocadita de oreja del “Fantasma” a la gente de Chillán (“Van a tener más gente para llorar”, había dicho a mitad de semana a propósito de la escasa cantidad de entradas disponibles para la visita) tenían los ánimos más que caldeados.
Que Cobreloa haya salido a la cancha sin esperar a su rival y después no saludara a los jugadores de Ñublense, en el típico ritual del fair play , fue una ofensa que los dueños de casa no perdonaron.
Y cada vez que Figueroa asomaba su rapada cabeza por la línea técnica, llovían los insultos.
Gustavo Cristaldo abrió los fuegos y Jonathan Cisternas les dio vida a los Diablos Rojos. Pero fue la expulsión de Miguel Sanhueza la que terminó por convertir el estadio de Chillán en un campo de batalla.
Figueroa hizo gestos hacia la banca de Ñublense (rabia es poco lo que siente por su colega Fernando Díaz) y luego se llevó la mano al bolsillo, insinuando que el juego estaba arreglado. “Buscaba mis chicles”, explicó después.
Por reclamos reiterados, Roberto Robar lo expulsó de la banca, y John Armijo —el preparador físico naranja— fue en su rescate cuando bramaba en las mismas narices del juez.
Tras el descanso, no se detuvieron los goles ni tampoco los excesos: un penal perdido (Sebastián Varas se apuró mucho en la ejecución), otra expulsión (Juan Lorca) y tres festejos fueron la escenografía del triunfo, quizás más amargo de la historia roja.
Porque el tanto de Boris Sagredo hizo creer en el milagro, pero Antofagasta, a kilómetros de distancia, no aflojaba. El último pitazo en Rancagua fue, también, el último suspiro de Ñublense.
Minutos después sería el de Cobreloa.
Juntos, casi de la mano, caminaron hacia el precipicio más cruel.