Hernán Rivera Letelier ha desarrollado una personalidad monolítica en nuestro panorama literario contemporáneo. Si no me equivoco, desde que diera a conocer su primera novela, La reina Isabel cantaba rancheras , ha publicado hasta la fecha catorce narraciones largas y un volumen de cuentos, a los cuales agrega ahora La muerte es una vieja historia . Tengo que confesar que debido a circunstancias que han escapado a mis intenciones hay tres o cuatro de sus libros que no he podido leer. Pero no importa. Su producción narrativa avanza de manera similar al desarrollo de una teleserie o de un partido de béisbol. El espectador puede saltarse varios capítulos o abandonar el estadio por media hora: cuando regrese, todo estará en el punto en que lo dejó. Tal sucede con las novelas de este autor. No importa cuál sea el asunto, los temas o los personajes de la novela que tengamos entre manos, siempre causará la misma impresión que las anteriores: la imagen de una especie de macho agazapado que sabe relatar con socarronería, campechanía y hasta desfachatez lingüística historias melodramáticas desarrolladas con un desbordante ingenio narrativo.
Con La muerte es una vieja historia, Hernán Rivera Letelier se ha interesado en trabajar la forma de la novela policial, pero, como declara en algunas entrevistas concedidas a propósito de su publicación, alejándose de lo que llama los cánones del género, para sacar provecho de la función de crítica social que ha venido adquiriendo desde hace considerables décadas atrás. En efecto, a lo largo de su desarrollo el lector encontrará proyecciones del discurso hacia desequilibrios que existen actualmente en la sociedad chilena, ya sea como situaciones insertas en su argumento o declaraciones puestas en boca del narrador o de alguno de sus personajes. Tales momentos, sin embargo, son escasos y fugaces; pasan casi desapercibidos en un texto que sin duda responde al mismo propósito de todas las narraciones anteriores del autor: entretener desde la primera hasta la última página. Recaredo Gutiérrez es un minero desempleado que para evitar ser destruido por la ciudad, como muchos de sus ex compañeros, se ha inscrito en un curso de investigador privado por correspondencia. Hasta su oficina llega la hermana Tegualda, una atractiva evangélica, para solicitarle investigar la identidad de un desconocido que desde hace tiempo viola a las mujeres en los mausoleos del cementerio de Antofagasta. Pero de cliente, la hermana Tegualda pasa a convertirse en su asociada, formándose así una simpática pareja dispareja de investigadores, cuyas jugarretas personales, escarceos y concupiscencias disfrazadas establecerán el contrapunto a la miseria y sordidez de los ambientes que visitan y de los personajes a quienes se enfrentan.
Quizás haber leído los entusiastas comentarios de Hernán Rivera Letelier antes de enfrascarme en su última novela perjudicó mi manera de ver las cosas. Lo cierto es que si la considero desde el punto de vista de su género, más allá de lo que su autor haya querido o no escribir, La muerte es una vieja historia me dio la impresión de releer una vez más lo idéntico: un relato bastante sencillo, sin mayores pretensiones de complejidad o de profundidad en su trama o en la interioridad de sus personajes, pero con grandes dosis de agudeza y de una particular riqueza lingüística, y que en este caso adopta la forma de una ingenua pesquisa criminal a la que se le han añadido algunos fragmentos de crítica social y un par de escenas de violentas depravaciones sexuales destinadas a revolver las hormonas de los que sueñan con violar a su vecina.
Lo que
La muerte es una vieja historia confirma es que Hernán Rivera Letelier es nuestro narrador más ameno y regocijado de la actualidad. Si mantener la atención del lector, es decir, entretenerlo, es condición indispensable de un relato, haber convertido ese requisito en el propósito dominante de sus novelas es, a la postre, un mérito.