La marca Chile está perdiendo valor. Desde hace un tiempo somos testigos de una repetición desmedida de prácticas contrarias al bien común. En los últimos meses han sorprendido los casos Penta, Caval y SQM. Pero también hay eventos previos, como La Polar; la colusión de las farmacias y los productores de pollos; la planta de Freirina; el proyecto Pascua Lama, y la generadora Bocamina, por mencionar solo algunos. Si bien cada uno tiene causas específicas, en todos ellos está presente la debilidad de nuestras instituciones para resguardar el interés colectivo, un fenómeno que cruza tanto al sector público como al privado. Y el resultado está a la vista: la pérdida generalizada de la confianza ciudadana. Como dijo Fukuyama en su reciente visita al país, estamos a medio camino entre la preeminencia de patrones de convivencia tradicionales y la supremacía de instituciones modernas. La balanza se puede inclinar en una u otra dirección, lo que dependerá de nuestra capacidad para articular acuerdos y visiones comunes en esta crisis.
En este escenario, los viejos vicios de nuestra institucionalidad se han hecho evidentes: (a) la facilidad con que se instala el interés particular por sobre el interés común, lo que está en la base de las conductas abusivas en los mercados, en el tratamiento del Estado como un botín y en el uso de información privilegiada como práctica habitual; (b) la fragilidad del Estado de Derecho para proteger a todos los ciudadanos por igual y la frecuencia con que el marco de la ley es sobrepasado en la regulación de las relaciones sociales, y (c) la insuficiente efectividad de los contrapesos que ponen límites a todos aquellos que ejercen alguna posición de poder, cualquiera sea su naturaleza.
Estas carencias parecen haber permeado a toda la sociedad: las empresas, el Estado y las organizaciones sociales. Para superar la actual crisis resulta clave reconocerlas con realismo y luego explorar los caminos de innovación que conduzcan a una institucionalidad moderna. Aún más, mientras no se revierta la reciente despreocupación por el desarrollo de nuestras instituciones, las soluciones serán todas frágiles.
El sector privado ha sido tolerante con estas falencias, reaccionando tardíamente cuando los eventos de abuso son evidentes y el descontento social es generalizado. El sector público, por su parte, se resigna ante una excesiva discrecionalidad en la toma de decisiones; el cortoplacismo de las autoridades; la ausencia de contrapesos efectivos, y el verticalismo del Estado respecto del resto de la sociedad.
De esta forma, el sello que nos distinguía en la región como un país diferente lo hemos ido perdiendo. Crece el desprestigio de los empresarios, de los políticos y de los organismos públicos, y cada vez con más frecuencia es el Poder Judicial el que tiene que dirimir situaciones que el Ejecutivo no ha sido capaz de resolver oportunamente.
Si las conductas de los actores sociales están influidas por este entorno y las políticas públicas se gestionan en este marco institucional, no debiese sorprender que surjan los abusos, las retroexcavadoras, los accesos privilegiados, los intentos de captura del Estado o las estrategias de presión indebida para influir la toma de decisiones. Tampoco debiera llamar la atención que las políticas públicas sean de baja calidad, originando un círculo vicioso entre la menor confianza de la población en las instituciones y el bajo desempeño de los servicios públicos. La opacidad en las prácticas de financiamiento de la política es solo una de las perspectivas con que se debe observar esta realidad mucho más compleja. Así, la colaboración entre actores sociales, el debate de las ideas, los horizontes de largo plazo, las evaluaciones técnicas y las propuestas de política pasan todas a un segundo plano.
Los caminos que se han propuesto para salir de la crisis actual incluyen la continuidad y plena autonomía de los procesos judiciales y una revisión de las normas sobre probidad y financiamiento de la política. Sin embargo, estas soluciones tienen un alcance limitado si no van acompañadas de un decidido fortalecimiento de las instituciones en que descansan las políticas públicas y sin un compromiso activo del sector privado de acomodar sus prácticas a los nuevos estándares sociales.
En este sentido, la solución de fondo debe incorporar cuatro principios para (re) construir una convivencia social moderna. Primero, la primacía de la meritocracia. En el sector público esto significa retomar el camino hacia una profesionalización efectiva de la gestión de las políticas, lo que incluye la excelencia técnica y mecanismos formales de evaluación de lo que hace el Estado.
Segundo, reconocer que toda posición de poder está sujeta a algún tipo de contrapeso. Dentro del Estado, estos representan el único mecanismo para hacer efectiva la responsabilidad política y la rendición de cuentas. En el sector privado, es el sentido común de la sociedad el que genera la indispensable legitimidad social para la operación de las empresas.
Tercero, promover seriamente la colaboración público-privada. Nuestro camino al desarrollo se robustecería si lográramos generar mecanismos formales para sustentar esta relación, evitando situaciones de captura, pero fomentando un gobierno abierto y visible para la sociedad y que promueva en la sociedad civil una contraparte para sí mismo.
Cuarto, procurar una visión de mediano plazo en los diversos ámbitos de la sociedad. El cortoplacismo ha dañado tanto al sector privado como a las políticas públicas, por lo que resulta imperativo asegurar que las acciones del gobierno sean coherentes con un proyecto estable en la esfera en que estas se aplican, buscando articular "desde abajo" las visiones de los diversos actores.
Las transformaciones que la Presidenta está impulsando son parte del Chile que debemos construir. Están ubicadas en una perspectiva de futuro. Sin embargo, para que tengan éxito deben ir acompañadas por una acción que permita revertir el debilitamiento institucional que vivimos y colocar al país de vuelta en la senda del progreso.