Los delitos de Penta eran una práctica habitual. Varios inculpados se han excusado diciendo: "Todos los candidatos consiguen financiamiento para sus campañas de la misma manera". La "pasada" de Caval también se consideraba una práctica habitual. Autoridades de gobierno llegaron a decir que "es un asunto entre privados"; vale decir, había consenso respecto de que se trataba de una práctica aceptable, no merecedora de ser sancionada.
Sin embargo, la reacción de la ciudadanía ha sido de indignación, porque ven en los sujetos involucrados la encarnación de la codicia, la desfachatez y falta de vergüenza, la prepotencia y el abuso. Representan la inmoralidad. Lo interesante es que a partir de estos repudios consensuados se construye un tipo de moral básica estructurante de la sociedad: la moral convencional.
Para que resulte esta construcción, el rechazo a acciones como las aquí tratadas es categórico, para que no rebote y nos lleve a una actitud dubitativa. El sujeto colectivo reacciona sin entrar en consideraciones de ningún tipo. Para tal efecto, niega cualquier asomo en sí mismo del tipo de transgresiones en consideración, y las proyecta en el que ahora es enjuiciado, amplificando su negatividad. Identifica al malo afuera. De esta forma no duda, no se paraliza y rápidamente actúa; erradica el mal y toma medidas preventivas, hace nuevas leyes, nuevas regulaciones, crea nuevos consensos interpretativos donde condena tal práctica. Y así la sociedad va perfeccionando su moral convencional.
En este salto de una moral consensuada donde se permitía algo que después se prohíbe, se aplica una sanción que sorprende a quien es enjuiciado. Inevitablemente, la dinámica social incuba una cierta crueldad, porque privilegia al grupo por sobre el individuo. Y en este proceso necesita dar una señal drástica, simbólica, ejemplificadora, "caiga quien caiga".
Ahora bien, la moral donde lo permitido está fundado en que "todos lo hacen" y las leyes se cumplen por temor al castigo y a la exclusión social, no es operante en los muchos ámbitos donde no es posible vigilar ni controlar lo que acontece. Para qué decir en el área de las relaciones íntimas. Por eso, nuestra convivencia está regulada por una moral más sofisticada, que no se mueve solo por el temor al castigo o a la exclusión social, que va más allá del cálculo egocéntrico, que opera con un sentido más altruista, con un sentido menos inmanente y más trascendente, que mueve a realizar grandes obras y a cultivar relaciones íntimas basadas en la generosidad, en el predominio amoroso, y que se comporta honestamente solo por principios que ha hecho suyos y de los cuales está convencido.
Esta moral más avanzada, que está centrada en el respeto, el cuidado y la reparación en el prójimo, se denomina moral autónoma.
Esta es una moral que se desmarca del convencionalismo social, tiene identidad propia y, por lo tanto, es visionaria y muchas veces contribuye a afinar la moral convencional, oponiéndose a ella. Ocurre, no obstante, que la construcción de una moral autónoma es más difícil que la de una moral convencional. Requiere mucho trabajo emocional. Es psíquicamente dolorosa, porque su regulación no proviene del miedo al castigo de un agente externo, sino de la culpa de hacer daño a quien se aprecia, de pasar a llevar al otro, de herir su dignidad. De allí que requiera enfrentar el daño realizado y no negarlo, creciendo así en el cuidado y respeto al prójimo. Tal es el camino por el cual se afina la moral autónoma, cuyas exigencias no vienen de afuera, sino de uno mismo. Es una moral internalizada.
Esta moral autónoma se construye desde pequeño, al interior de las relaciones íntimas, en la familia, durante la niñez y la adolescencia, en los establecimientos educacionales; y en la adultez joven, en la universidad. Implica una formación que educa en el control de los impulsos adictivos, sexuales y agresivos; que hace crecer en inteligencia emocional, de manera que el niño y el joven vayan entendiendo y valorando los beneficios de obedecer a una moral autónoma.
En este camino educativo, lo peor es negar la presencia del deseo transgresor y proyectarlo en otro. Hay que hacerse cargo de las propias tendencias a la trampa y la traición, delictivas y criminales. Por ejemplo: lo peor es negar el deseo sexual transgresor, porque ello quita toda posibilidad de elaborarlo y, como consecuencia, pierde fuerza el deseo erótico y se empobrece la vida sexual. Lo peor es negar la propia ambición y el deseo de lucro, porque no hace posible elaborar tales tendencias y, como consecuencia, se pierde la fuerza de una sana ambición que moviliza y apasiona. No olvidemos que todo deseo incuba una inevitable tendencia a la trasgresión, que a lo más podemos aspirar a domesticarla, nunca a erradicarla, si no queremos caer en puritanismos reductores.
Nuestra condición de seres sociales que nos construimos y desarrollamos desde y con las relaciones íntimas, nos exige dos formas de cumplimiento moral, que a ratos van paralelas y a ratos interactúan. Tales son la moral convencional y la moral autónoma, ambas necesarias para nuestra convivencia personal y social. Y cuando algún hecho público -como los casos Penta y Caval- hace patente que ambas han sido transgredidas, la sociedad, quizá en defensa de sí misma y no solo en ánimo de castigo (aunque también esto), busca un remedio. Es el caso de la constitución de una comisión asesora para regular temas como los encarnados en los casos mencionados. Es correcto hacerlo. Creo, no obstante, que si bien una medida como esa ayuda a perfeccionar nuestra moral convencional, no aborda el tema en su real magnitud. Igual habría que constituir comisiones educativas que se preocupen de cómo formar a nuestros niños y jóvenes en la moral autónoma.
Ricardo Capponi
Revista Sábado