Las noticias de un posible espionaje chileno en Perú causaron más alteración en Lima que en nuestro país. Siempre es así en estos casos, por la sensibilidad brotada en nuestros vecinos debido a la Guerra del Pacífico, a pesar de que finalizó, recordemos, en 1883, pero proyecta una larga sombra que pareciera que jamás cederá a la luz del sol. En esa lógica, el Presidente Humala convocó a cuanto consejo se podía, incluyendo a los ex presidentes, pues suponía que sucedió algo de la mayor gravedad para el país.
Aquí las cosas se miran como una curiosidad más, aunque sea un pequeño dolor de cabeza para la Cancillería. No es así en Perú, o en Bolivia, donde en todo lo que tenga que ver con algo chileno siempre se husmea la más terrible de las conspiraciones. ¿Tendremos poca sensibilidad para comprender la huella de una herida en el alma del Perú? A estas alturas es dudoso que ese sea el problema, aunque debamos estar conscientes de que la cicatriz se reabre con intermitencia.
¿Organizar espionaje es de por sí un acto de agresión? Hace unos años, Henry Kissinger sonreía con un rictus de impaciencia cuando en EE.UU. la prensa y el Congreso se escandalizaron por el descubrimiento de un activo espionaje chino. Para Kissinger era lo más normal que los estados se espiaran entre sí, como parte de la "razón de Estado". Es una forma de tomar las cosas. Distinto es que un país como el nuestro debe medir sus pasos en este sentido. Sucede que, demasiado habituados a James Bond, al hablar de espionaje se despierta una pasión por la intriga y el misterio, y no se sopesa lo que es "inteligencia". Esto es, capacidad de conocer y evaluar intenciones y medios de aliados y enemigos; y entremedio del resto, que a veces es lo más importante. Existe una inteligencia legal, abierta, que se mimetiza muchas veces con el trabajo académico: el análisis de la capacitación y dotación de otros actores. De hecho, gran parte del trabajo de los mentados agentes de la CIA en Langley consiste en la redacción de informes que luego se elevan a los mandos políticos y militares. A veces se equivocan medio a medio, aunque en general no son nada de malos, incluso ayudan a los historiadores. Existe también el área gris, el espionaje electrónico (siempre que no se interfieran las comunicaciones), que no nació con internet, sino que tiene cien años.
La inteligencia ya sea de fuentes públicas o aquella obtenida por métodos confidenciales (el espía común y corriente) se da incluso entre aliados. Si, por ejemplo, dos países poseen un programa común de seguridad y defensa, uno de ellos querrá averiguar con toda legitimidad si el socio se prepara o no seriamente en la misión común. Por ello alguna vez tendrá que recurrir al fisgoneo. Esto tiene sus límites. Está claro que a la NSA se le pasó la mano al intervenir los celulares de Angela Merkel y Dilma Rousseff; provocó un daño imponderable que llegado el momento se volverá contra los intereses de Washington. Después de 1945, Alemania ha sido un estrecho aliado de EE.UU., y Brasil en varios aspectos lo sigue siendo, pero esto obligó a Dilma a responder y además en América Latina arrojó alimento al antinorteamericanismo vulgar. ¿Era tan importante escuchar sus conversaciones personales, cuando hay tantos otros medios para averiguar y entender lo que piensan y ordenan? Esto no fue una torpeza solo porque Snowden lo filtró, sino que revelaba falta de criterio y la soberbia de quien cree haber hallado la lámpara de Aladino (el genio también se le escapó). Perú verá cómo lleva a cabo su propia inteligencia. Chile debe evaluar los límites para recoger información, aunque su criterio no puede ser definido por el Perú (y viceversa).