Manuel Pellegrini demostró después de perder el martes con Barcelona por la Champions League que ha alcanzado un estatus que le permite giros impensados para la gran mayoría de sus colegas. Anote una nueva cita para su biografía: "Los jugadores no hicieron lo que les habíamos pedido". Una frase nada de cómoda que a este nivel de competencia sorprende por lo directa, pero que tiene una intención bastante más amplia que la de explicar una derrota justa. Posiblemente una declaración más digna de José Mourinho que del cauto y casi siempre respetuoso entrenador chileno. Pero no propia de un acto irreflexivo.
Pellegrini la está pasando mal y se nota, paradójicamente, a través de sus expresiones de algarabía. Está festejando los goles del Manchester City cada vez con más euforia y menos contención. Se agita, celebra, salta, sonríe. Ha perdido el autocontrol físico que le ha caracterizado al borde del campo, porque es palpable que la presión por defender el título de la Premier League, un campeonato que se le está escapando, debe sobreexigir sus músculos casi hasta angustiarlo. Y ni pensar lo que le puede estar sucediendo en Champions League, donde el sufrimiento es agudo, pues se trata de la meta máxima de su club, aunque el técnico minimice el tropezón.
La táctica de traspasar la responsabilidad a los suyos, a quienes ha protegido de las críticas, corre el riesgo de no ser comprendida y terminar con un camarín encolerizado. Pero, mal que mal estamos hablando de El Ingeniero, la jugada está controlada por las circunstancias. Pellegrini, y así se lo ha hecho saber la prensa inglesa, tiene un vida media corta en Manchester City si a lo menos no retiene el título que ganó la pasada temporada. Y aun así su continuidad no está garantizada porque la campaña en la Champions, el paso lógico tras conseguir la Premier, está a punto de fracasar.
El endoso a sus jugadores, en rigor, podría leerse como un giro radical y desesperado. Pero dado su autoría se entiende más como la búsqueda de un efecto reactivo del equipo que una simple maniobra mediática para salvarse a sí mismo. Es el recurso de un entrenador que, sin caer en la autoinmolación durante la mayor parte de su carrera, ha blindado a sus dirigidos, pero al que ahora no le importa dejarlos expuestos ante la hinchada, la prensa y la opinión pública porque cree que es la única manera de revertir el destino, de resolver la compleja ecuación.
Dispuestas las cartas en una mesa hostil, Pellegrini ha jugado quizás su última gran mano en Inglaterra. Lo ha hecho más fuera que dentro de la cancha, despojándose de su habitual respeto por los códigos del vestuario y el buen trato con el grupo que dirige. Independientemente del futuro que tenga en Manchester, ha demostrado que en esta fase de su carrera ganó no solo prestigio, dinero y popularidad, sino que también un sentido del espectáculo y manejo dialéctico que de seguro le servirá para su próximo desafío en el fútbol de la más alta competencia.