Toda ciudad nació amurallada. En ese prodigioso salto evolutivo de la civilización, desde los albores de una población dispersa o nómade, precariamente asociada, hasta la organización gregaria y solidaria, configurada espacialmente para albergar estructuras sociales complejas, mejores condiciones de vida y potencial de desarrollo económico, la historia de las ciudades precede largamente la historia de las naciones.
Las ciudades fueron enclaves autónomos, siempre sujetas a las amenazas del mundo exterior, atentas a la defensa de su propia identidad. Ya sea guarecida por obstáculos geográficos o sólidas fortificaciones, la integridad y el destino de las ciudades dependieron siempre de la calidad de sus límites. También el imaginario urbano se configuraba a partir del trazado de este encierro voluntario: las puertas de la ciudad, que correspondían a las rutas comerciales del mundo exterior, lo hacían también al umbral entre la civilización y la barbarie, y en torno a ellas la ciudad bullía y soñaba. En muchos casos, ese carácter atávico de microcosmos perfectamente configurado, intacto hasta hace pocos siglos, se preserva subliminalmente hasta hoy, y es así que muchas antiguas ciudades gozan de una identidad propia tan potente que definen, literalmente, el carácter del país al que pertenecen.
En la medida en que se hicieron más ricas y pobladas, las ciudades amuralladas también debieron crecer. La empresa urbana del Renacimiento fue la sucesiva demolición de muros y guarniciones para levantar un nuevo perímetro, cada vez más extenso, incorporando los barrios que se desarrollaban afuera como resultado de un desborde incontenible. Estos asentamientos habían albergado todo aquello que la ciudad no deseaba dentro de su perímetro formal: ahí estaban, en el límite de la campiña, los hospicios, cementerios, prostíbulos, incipientes industrias, basurales; también conventos y monasterios. Es fascinante estudiar las plantas de ciudades medievales europeas o islámicas, así como las de algunas americanas coloniales, en que se distingue con claridad el trazado de los sucesivos perímetros. Demolidos los muros aparece normalmente una calle en su remplazo que vincula dos trazados distintos, el interior y el exterior, siendo las vías asociadas a las antiguas puertas -las rutas del comercio- las únicas continuidades visibles. Así, los sucesivos anillos establecen naturalmente el ordenamiento social y simbólico de la ciudad y dan cuenta, también en su trazado y estilo edificatorio, de su evolución en la historia.