Cuando el ex Primer Ministro inglés Harold Wilson señaló que "una semana es mucho tiempo en política" no podía estar más en lo cierto. Los vientos comenzaban a ser favorables para el gobierno de Michelle Bachelet en este 2015, pero en una semana todo cambió. El mal llamado "Nueragate" removió todos los ejes y ayer terminó al menos su primera etapa.
El intento inicial de encapsular el negocio millonario de Caval en la nuera de Bachelet cayó por su propio peso. El comunicado de una noche de domingo de febrero, con membrete del Banco de Chile, confirmó lo obvio: este era el negocio del hijo de la Presidenta a nombre de su cónyuge. Seguir defendiendo a Dávalos ya no era posible y la cuerda duró solo hasta ayer. Pero el problema tiene múltiples aristas que siguen vigentes.
La primera -de la cual se origina todo- es el crédito entregado. Sin dinero no hay terreno. ¿Por qué un banco le entregó un crédito sin las garantías habituales a una empresa que es poco más que un papel? ¿Por qué se juntó el dueño directamente con los involucrados? La respuesta parece obvia: el banco buscaba ganar "algo más" que los intereses cobrados. Como en el último tiempo nos hemos acostumbrado a las explicaciones infantiles (ejemplo: Andrés Velasco y su almuerzo de trabajo por 20 millones o Alberto Undurraga con su estudio inmobiliario) Luksic hizo lo propio y nos trató de convencer de que su reunión con Dávalos "se enmarca en el tipo de actividades habituales con los clientes".
La segunda arista es más relevante. ¿Qué hacía el hijo de la Presidenta realizando negocios desde La Moneda? En la primera vocería los ministros Gómez y Peñailillo también cayeron en el infantilismo: se apresuraron a decir que no había nada malo y que se trataba "de un negocio entre privados".
¿Podía ser privado un negocio que se estaba haciendo desde La Moneda? ¿Podía ser privado un negocio en el que la rentabilidad dependía exclusivamente de la decisión de las autoridades políticas, muchas de las cuales dependen del propio Gobierno?
Los datos conocidos hasta ahora dan cuenta de un libreto con acento argentino. Es posible que estrictamente hablando no haya nada ilegal, como dijo Dávalos en su declaración, pero los hechos no tienen presentación alguna. Es más, en la historia republicana de Chile -salvo en el caso de los hijos de Pinochet- no habíamos conocido acciones de este estilo.
La tercera arista es quizá la más profunda. Bachelet ha emprendido una verdadera cruzada contra el lucro. En el pasado lo hizo también contra la codicia de los empresarios. Pues bien, la actitud de Dávalos reflejó precisamente eso: codicia y lucro. No se trató de un emprendimiento. No se trató de un negocio en la forma como se ha entendido durante tres milenios (comprar, transformar y vender). Se trató simplemente de una "pasada".
Un Gobierno que se ha erigido como el adalid de un nuevo modelo de sociedad, donde existe un estándar ético superior, ha recibido un balde de realidad de uno de los suyos. De todo lo malo puede haber algo positivo: darse cuenta de que la utopía colectivista no puede cambiar la esencia del ser humano, que es la búsqueda de su propio bienestar. En este caso, eso sí, fuera de todo marco ético.
Una última arista del caso Dávalos es más bien sociológica. En Chile nos hemos tratado de convencer de que la corrupción es cosa de algunos marginales del sistema. Esa hipocresía no es tan rara: nuestro país ha sido desde siempre una sociedad en la cual los eufemismos han primado. Pues bien, desde La Polar en adelante nos hemos dado cuenta de que la corrupción forma parte de la sociedad chilena. Es posible que el grado sea menor que en otros países (aunque ni siquiera tenemos certeza de ello), pero seguir convenciéndonos de "la probidad del chileno" parece, a estas alturas, propio de ilusos.
La permanencia de Sebastián Dávalos en La Moneda terminó. Con una declaración cargada de lugares comunes señaló que daba un paso al costado "pues se me ha criticado abiertamente por trabajar en el sector público y, además, por trabajar en el sector privado". Claramente, el hijo de la Presidenta no entendió nada o no quiso entender.
Quizá hubiera sido mejor, simplemente, citar la frase de Simón Bolívar (tan usado por la izquierda latinoamericanista), quien hace ya 200 años señaló: "Los empleos públicos pertenecen al Estado; no son patrimonio de particulares. Ninguno que no tenga probidad, aptitudes y merecimientos es digno de ellos".