De repente me da por pensar que no seré jamás tocado con la vara de la beatitud y que mi condena será llegar hasta el último día con la conciencia vigilante, opinante, casi autónoma. Quisiera a menudo callar este elaborado rumor. He cambiado muchas veces de talante, de aspecto, de manera de ser, se me ha oscurecido la piel y he perdido el pelo, he crecido y decrecido, y sin embargo, esa voz interna que todo lo apostilla se mantiene invariable. Le da lo mismo que yo esté frente a las olas del mar o asomado en la ventana contemplando la Luna llena o recorriendo las calles del pasado: la voz se despliega siempre. Ahora mismo se involucra en lo que escribo, tachando, censurando, proponiendo variaciones. Es la voz que no deja escribir.
En este sentido, la escritura no es distinta a la ejecución de un instrumento. Escuchaba hace poco una conversación de músicos: coincidían en que la única forma de no fallar al tocar en público era no pensar en lo que estaban haciendo. Es una frecuencia distinta a la del pensamiento la que conecta el teclado de un piano con el cuerpo y la emoción del pianista. Stewart Copeland, percusionista de The Police, aconsejaba alguna vez, para funcionar bien en la batería, primero que nada relajar los hombros, hacer conciencia de la rigidez muscular que acompaña a todo momento de prueba.
Escribir rígido es una experiencia muy desagradable. En verdad, todos los procesos de escritura constituyen una batalla entre la rigidez y el estado de flujo. A veces, en los peores casos, ponemos el punto final con las mandíbulas tiesas y las articulaciones descoyuntadas.
Una pintora me contaba que para llegar a algo que valiera la pena en su taller necesitaba al menos unos tres días de aburrimiento ante la tela en blanco. Solo en el momento en que -más allá del hartazgo- abandonaba toda expectativa, surgían las ideas luminosas, las soluciones radicales y las imágenes impensadas que parecían surgir de una zona ajena a ella misma.
Cada cual tiene sus ritos y mañas al momento de escribir. Incluso, las supersticiones cumplirían en estas circunstancias una función catalizadora de la conciencia boicoteadora. Yo necesito simplemente concentrarme en un objeto y prescindir de la ansiedad por producir en el lector algún tipo de efecto. Cuando la necesidad de convencer o de hacer reír o de conmover está demasiado presente, el texto simplemente no resulta, no sale, se chinga. Igual cosa si pienso demasiado en el lenguaje, en el aspecto formal de las palabras. Por eso me cuesta entender a los poetas que le dan un valor fundamental a la corrección minuciosa de las palabras (entre ellos algunos deslumbrantes, como Valéry). Lo que yo necesito es algo así como un estado, una manera de estar en el espacio, una disposición más existencial que intelectual.