¿Otro neologismo salvaje, dirá usted? Lo cierto es que la palabra proviene de "walkability", en inglés, idioma bastante más plástico que el español para denominar conceptos nuevos: en cuanto este recibe un nombre preciso, existe y para siempre. En este caso, el término se refiere a la condición caminable de nuestras ciudades; al diseño urbano concebido antes que cualquier otra cosa para la experiencia del peatón, que es el sujeto y el objeto de todo espacio público.
Se distingue el hombre de las demás criaturas por caminar erguido, dejando brazos y manos libres para crear civilización. Más allá de trasladarse o ejercitar, caminar tiene, desde los peripatéticos aristotelianos en adelante, un sentido trascendente de contemplación, meditación, diálogo y encuentro. Sin embargo, la ciudad moderna, demasiado extensa y completamente mecanizada, ha subyugado al peatón a las implacables demandas de la vialidad automotriz y del transporte público, relegándolo a un segundo plano en nuestros propósitos. Tanto es así que, hasta hace pocos años, en Chile el concepto de "movilidad" se refería exclusivamente a medios motorizados, ignorando casi con sorna a la modesta bicicleta y al modesto peatón. Hoy, mucho más conscientes de que las feroces desigualdades sociales-espaciales son consecuencia directa de nuestras políticas de desarrollo y planificación urbana de las últimas décadas, también comenzamos a comprender que la ciudad es utilizada de distintas formas por diversos grupos, y que el buen espacio público es el mayor regalo que un Estado puede hacer a sus ciudadanos.
Aquí es donde aparece el concepto de "caminabilidad", tal como se está discutiendo en este momento en numerosas ciudades del mundo: que el espacio peatonal es el espacio cívico por excelencia; que los peatones deben tratarse siempre con los mayores privilegios posibles, ciertamente mayores que el automóvil; que debe ser espacio de calidad, a resguardo de los elementos, seguro, cómodo y agradable; que propicie la interacción, el ocio, el descanso, el agrado. Que sea digno.
Piense ahora en su propia ciudad, estimado lector. ¿Cómo son sus veredas? ¿En qué estado están sus árboles? ¿Cómo son los cruces peatonales? ¿Son bellas las vitrinas y las fachadas? ¿Hay escaños? ¿Es usted un caminante feliz?