Tengo el privilegio de vivir la Navidad este año en el sur de Chile. Estoy en Valdivia. Y frente a mi ventana hay un pino inmenso, verde, que ha hecho innecesario comprar otro pino (artificial) para juntar a sus pies los regalos.
Los árboles eran venerados en los pueblos antiguos, entre los celtas y los paganos. Un santo del siglo VIII, Bonifacio, recargó esos árboles de nuevas simbologías: las manzanas que se colgaban de los abetos en los hogares eran las tentaciones humanas, y la luz, la luz de Cristo. Como se verá, los árboles de Navidad en su origen no fueron decorativos. Cuando los árboles dejaron de ser sagrados, nos sentimos con la libertad de talarlos, como ha sucedido con el bosque valdiviano. A los pies de estos árboles de hojas perennes del sur, los verdaderos regalos son este cielo que cambia vertiginosamente y este río que veo desde la cabaña en la que estoy, y que nunca es el mismo.
Hay sol, pero la lluvia bautiza. La lluvia del sur purifica y lava las almas. Esta última frase, "lava las almas", me la acaba de dictar mi hijo Mateo, que me acompaña mientras escribo estas líneas. En estas fechas, hay que escuchar a los niños, para no olvidar que el que nació es un niño.
No es fácil peregrinar hacia la infancia, como lo hicieron los reyes magos, pero el verde que me rodea es propicio para nacer de nuevo. Fue en estas latitudes donde Pablo Neruda tuvo la poderosa intuición del verdadero nacimiento, y es en el poema "Naciendo en los bosques", de "Tercera residencia", donde dijo: "para nacer he nacido". Un agnóstico -que amó los bosques chilenos con fervor- fue capaz de expresar poéticamente mejor que nadie la epifanía del nacimiento. Bandurrias, tiuques, chucaos celebran su propia misa en este templo de hojas perennes, donde sobran las pomposidades externas de la religión, porque la tierra tiene vía directa de acceso al cielo.
No puedo dejar de recordar a Jorge Teillier y una dedicatoria suya en un libro que me regaló en un invierno, de 1976, en su libro "Para un pueblo fantasma", cuando yo era un estudiante de tercero medio y fui a golpear su puerta: "Para Cristián, cristianamente".
Los poetas del sur son los últimos portadores de un cristianismo esencial, tan perdido en esta Navidad, en que la gran mayoría de los católicos, en vez de acercarse al misterio que funda su religión, han convertido a los malls en sus nuevos templos y a las tarjetas de crédito en sus nuevos dioses. En sus árboles de plástico fabricados en China, los símbolos han muerto. Traicionando a su maestro, ellos han traído de vuelta a los mercaderes al templo.
Pero todavía flota el espíritu sobre las aguas de estos lagos y estos ríos. Mis hijos corren y se pierden en el bosque. ¿Para qué ir a buscarlos? ¿Para traerlos adónde, a qué mundo, a una civilización donde la libertad se redujo a la libertad de elegir entre una marca y otra?
"Las ciudades no prevalecerán sobre los árboles", dijo Teillier. Me aferro a su esperanza aparentemente ingenua de poeta de un "cielo nacido tras la lluvia". En Valdivia la naturaleza no ha sido expulsada, pequeños bosques y humedales se integran armónicamente a la ciudad. Esta ciudad invita al pensar meditativo, opuesto a ese pensar calculante que nos está llevando a la ruina, a la indigencia espiritual, esa que no existe para los economistas, los verdaderos sacerdotes de hoy. Ya olvidamos que para nacer hemos nacido.
Mientras más nos alejemos de nuestro sur, más habremos perdido nuestro norte. Sí: es Navidad, y Jesús ya nació de nuevo, pero se ha ido. Él es el gran fugitivo. Tal vez esté en algún pueblito del sur, en Niebla, en Corral, en Navidad. No sé. Tal vez se hizo barquero del río Cruces y resucita en cada cisne de cuello negro que vuelve a nacer en las aguas contaminadas. ¿No se habrá ido en esa bandada de pájaros migratorios que se pierde en el horizonte? No lo busquen en el mundo: él ha regresado a la tierra, y su pesebre es un humedal o el silencioso corazón de un bosque.