Soy de los que piensan que Palestino se rindió demasiado rápido, fácil y dócilmente con el tema del mapa en su camiseta. La clasificación a Copa Libertadores después de 35 años de ausencia demuestra que esta era la oportunidad precisa para reafirmar los lazos con su historia, y que si finalmente la justicia deportiva determinaba que ese gesto no correspondía, debió ser tras largo debate y disputa conceptual. Para mí -y para muchos- estaban en todo su derecho.
Palestino es un cuadro de colonia como en Chile y América hay varios. Pero su particularidad -a nivel mundial- es que representa no solo a los inmigrantes que llegaron al país, sino una identidad que debe luchar no solo con la lejanía, con la modernidad, con la adaptación de las nuevas generaciones a la tierra que los acogió. La lucha de su gente es especial por las singularidades de su nostalgia, de su sueño, de sus aspiraciones, de su lucha. Sus colores son el reflejo de aquellos que llegaron no solo buscando un refugio y la construcción de un futuro, sino también la perpetuación de un concepto en los descendientes que nacieron lejos de la patria. Y que, a diferencia de españoles e italianos, deben lidiar con el conflicto, la muerte y la masacre colectiva en tiempo presente.
Es y será un equipo especial e irrepetible. Así lo entendieron las autoridades del Estado Palestino que enviaron saludos y felicitaciones a la escuadra tras esta campaña. Y ahora, en el plano internacional, reivindicar los colores, la bandera, sus sueños, su historia y sus aspiraciones no solo es un derecho, sino un deber. Aunque sea necesario defenderlos y pelearlos ante los organismos pertinentes y las presiones extrafutbolísticas. Esa es la razón de su existencia y su lucha, lo que lo distingue y diferencia, lo que identifica a un puñado de seguidores que vieron, en las últimas semanas -como sucede con cualquier club del mundo- que no estaban solos en las gradas. Que poco a poco se iban sumando descreídos y jóvenes, a los que el fútbol les pareció el pretexto perfecto para acercarse a lo que verdaderamente los une.
No escapan los tetracolores a la realidad del fútbol chileno en los últimos años. La clasificación la logra con una campaña apenas regular y no habrá margen para grandes transformaciones de un plantel que no está para grandes conquistas más allá de las fronteras de nuestro fútbol. Aprovechó el bajón de Wanderers (ganó once consecutivos y luego perdió tres al hilo) extenuado por su batalla contra los grandes y fue el más sólido de todos los irregulares del certamen, con un impresionante remate en la postemporada. Tiene a un técnico al que definen como discípulo de Guardiola y a un grupo de jugadores que lograron su más alto rendimiento y a los que tendrá que defender.
En ese ítem, Palestino también está en deuda. Porque, por las mismas razones previamente expuestas, por la singularidad de su existencia, no es comprensible que los grandes capitales y fortunas que conforman su identidad local jamás se hayan manifestado de manera potente para salvaguardar al club, para hacerlo aún más grande en su mensaje, para librarlo de las angustias de la sobrevivencia.
Palestino tiene su historia. Fue dos veces campeón y con brillo; tiene varias formaciones entrañables y un equipo actual que podría potenciarse para pensar verdaderamente en grande. Si es que alguna vez la trascendencia de su misión fuera cabalmente comprendida por los que tienen las herramientas para ayudar a quienes siempre han tenido la vocación, el esfuerzo y la voluntad para mantener viva una llama que, gracias al fútbol, ayer brilló como hacía tiempo no lo hacía.