El viernes 10 de octubre, a las cinco y media de la tarde, entré a un Big John que hay en la calle Ebro, en Santiago. Había salido a correr y aproveché para comprar agua antes de regresar al hotel. En la caja había dos chicas jóvenes. Una atendía y la otra estaba contando dinero. Tomé el agua, me acerqué a la caja y pedí un paquete de queso. La chica que atendía fue hasta el refrigerador para buscarlo. En el interín llegó otra mujer, tomó una botella de gaseosa, se ubicó frente a la caja a esperar que la chica me diera el queso, me cobrara a mí y luego a ella. En ese momento entró un hombre de unos 30 años. Traje con pantalón angosto, zapatos en punta, maletín de diseño, celular de 700 dólares pegado a la oreja. Hablaba en voz altísima: "Oye, negrito, me tienes que hacer un favor urgente. Si no, estamos hundidos". Se detuvo frente a la caja y, sin decir ni "hola", sin fijarse en la mujer que esperaba en la fila antes que él, le dijo a la chica que estaba revisando el dinero (la otra todavía buscaba el queso en el refrigerador): "Marlboro". La chica lo miró, miró el dinero, indecisa. El hombre estiró un billete de 10 mil pesos, sosteniendo el celular con el hombro. La chica dejó el dinero, le alcanzó el Marlboro, pero el hombre le dio la espalda y empezó a revisar, sin ver, el contenido de una estantería mientras hablaba: "Me acaban de mandar un mail desde la..." -y aquí va el nombre de una multinacional gringa- "... donde figura nuestro domicilio real, ¿entiendes? Es una catástrofe. No lo podemos desconocer, salvo que entres y borres el registro de que hemos recibido ese mail. Al menos hasta mañana. Y reenvíame los mails anteriores. Pero no a la dirección de..." -aquí va el nombre de una empresa chilena- "... sino al mío particular". Entonces se dio vuelta, encaró la caja, agarró los cigarros y empezó a caminar hacia la puerta, diciendo: "Okey, negrito, pero tiene que ser ya. Nunca recibimos ese mail: nunca". La chica de la caja le hizo señas, indicándole que se dejaba el vuelto. El hombre volvió sobre sus pasos, tomó el dinero y se fue. Sin saludar, sin decir gracias y sin ver, en la clienta que estaba en la fila antes que él, en las dos cajeras jóvenes, en mí -una corredora sudorosa con una botella de agua en la mano- nada amenazante. Y yo pensé que esta hiperconexión de la que estamos tan orgullosos ha transformado a la humanidad en algo vulnerable hasta el ridículo gracias, entre otras cosas, a uno de sus efectos colaterales más expandidos: la aniquilación absoluta de todo grado de paranoia. Fíjense, si no: soy periodista. Hubiera bastado con que tomara nota de los nombres de las compañías, tratara de entender cuáles eran las circunstancias y cruzara un poco de información para, a lo mejor, destapar un chanchullo gigante. O algo levemente ilegal. O una cuestión turbia que, quizá, podría perjudicar al joven ejecutivo de zapatos en punta.
La gente mantiene conversaciones sobre temas sensibles en cualquier sitio y a los gritos, sube sus opiniones más recalcitrantes y sus fotos más intimas a Facebook, deja rastros, huellas, contraseñas, claves, información diseminada en todas partes. Y, a la vez, actúa como si todo eso no estuviera sucediendo: como si toda esa información permaneciera perfectamente oculta. Nadie, ni un bebé de dos meses, está hoy tan desprotegido como un adulto hiperconectado con un grado de paranoia igual a cero. Pero lo grave del asunto no es eso, sino el entramado sobre el cual esa ausencia de paranoia se sustenta: el enorme desprecio por el prójimo, por su inteligencia y por su capacidad de entendimiento.
Conozco a un hombre que era comunista, que se crió en medio de la Guerra Fría sabiendo que el enemigo podía estar en cualquier parte. Ya no milita en el partido, pero vive borrando el historial de su computadora, poniendo claves para todo y cerrando con candado las sesiones de los sitios en los que navega. En la memoria de su móvil nadie figura con el nombre verdadero ni con el grado de parentesco: si le robaran el teléfono, no habría forma de saber quién de todos esos contactos es su mujer, su hijo, su madre. Cambia su clave de mail cada semana, no deja el correo abierto aunque solo tenga mails de trabajo, y no usa el teléfono celular para compartir información importante. Ese hombre nunca hubiera entrado a un Big John a decir otra cosa que no fuera un amable "buenas tardes", un amabilísimo "¿me da un Marlboro, por favor?", un más que amable "gracias", y un simpatiquísimo "hasta luego", todo eso respetando el turno que le tocara en la fila, y jamás hubiera dispersado información sensible porque sabe que no hay nada que engañe mejor que una apariencia (que dos cajeras jóvenes, una clienta de aspecto normal y una corredora sudada podrían ser su Némesis), pero, también, porque no se siente impune: porque no subestima a las personas y, entonces, sabe que una cajera de Big John y una clienta de aspecto normal y una corredora sudada tienen la misma capacidad de entender lo que escuchan y de sacar conclusiones -y de hacer algo con ellas- que cualquier otro ciudadano.
El mundo se va a terminar, en algún momento. Pero me temo que no será por una conspiración de los chinos ni por un virus feroz, sino porque el encargado de resguardar la clave del botón rojo la va a subir un día a Facebook, como un gesto simpático para compartir con sus amigos, convencido -impune, poderoso- de que, después de todo, ningún despreciable mortal podría hacer(le) nada malo con esa información.