Un palacio es mucho más que una gran residencia: es un hecho eminentemente urbano y social, con una dimensión obligada de espacio público cuya experiencia comienza en la calle, y continúa en la magnitud y esplendor de sus salones y jardines. Se conoce un palacio y el talento de sus moradores por el número y tamaño de sus salones, por la frecuencia de sus invitaciones y por la magnificencia de sus atenciones. Se prepara cuidadosamente la sucesión de experiencias sensoriales desde la calle y al cruzar los sucesivos umbrales, desde lo cotidiano hacia lo extraordinario, para internarse en el santuario de la elegancia y el lujo, vestíbulos y escalinatas, obras de arte y vitreauxs, muebles y alhajamiento, jardines de invierno, calefacción central de calderas de carbón, iluminación eléctrica a giorno, decenas de sirvientes, para finalmente desembarcar en el salón de baile, templo de la suntuosidad, apoteosis del bienestar.
La arquitectura palaciega chilena del s. XIX es, dentro de cánones de composición y calidad constructiva, una conjunción de aspiraciones que el arquitecto resuelve sabiamente. Así como la fortuna se expresa en la magnitud constructiva, la nobleza del espíritu lo hace en los símbolos adecuados, representados en estilos y composiciones alegóricas.
Para Chile resulta natural adoptar un estilo arquitectónico extranjero. Desde la conquista, la arquitectura fue una recreación de un mundo remoto e idealizado por la nostalgia. La casa patronal o urbana del Chile colonial es, en realidad, la casa del secano andaluz, y antes de eso la villa o domus romano, y todo entreverado con una semblanza de paraíso islámico. La influencia de l'Ecole des Beaux-Arts de París, precursora de las escuelas de arquitectura nacionales, resuelve la mayoría de los edificios de finales del siglo XIX y comienzos del XX. Este academicismo clásico está repleto de licencias eclécticas y neohistoricistas propias del romanticismo europeo que se desarrolló gracias a las exploraciones arqueológicas del siglo XVIII, una creciente museología y el desarrollo de medios de comunicación globales. Así vemos surgir espejismos exóticos, pabellones de "Las Mil y Una Noches" como el palacio de La Alhambra o el desaparecido Concha-Cazotte; villas toscanas como el Falabella o el Bruna; el exuberante gótico flamenco del palacio Undurraga, la mítica Quinta Meiggs montada sobre una tornamesa de ferrocarril para buscar el sol del invierno, o el apoteósico palacio Elguín, de estilo bizantino exultante, por nombrar sólo algunos.
Estos edificios -muchos desaparecidos- representan un momento extraordinario del espíritu colectivo de Chile en su primer siglo de vida: su energía, orgullo cívico, esperanzas de progreso y enorme riqueza. Una semblanza histórica que de otro modo sería muy difícil reconstruir o siquiera imaginar.