Del tiempo en que comencé a escribir -tenía quince años- no recuerdo mayores contratiempos. Quiero decir, no me parece que el ejercicio de la escritura me haya puesto entonces de punta con mi familia o con la vida doméstica, ni que me haya robado horas de esparcimiento ni de estudio. La neurosis era un fenómeno de los adultos y de los personajes de las novelas que leía, pero no la experimentaba directamente en mi cuerpo.
Quizás es a los quince años cuando más nos acercamos a la condición del gato, esa especie de remolona adecuación al tiempo y al espacio que nos lleva a despanzurrarnos en los sillones o donde nos pillen las ganas de no hacer nada. Por algún motivo entonces parecía haber tiempo para todo, incluso para perder y para recuperar el tiempo mismo. Para enamorarse y para lamentar el desamor. El colegio algo molestaba, pero no tanto como en los años anteriores, pasados ya las turbias alternativas iniciales del proceso de individuación.
La profesionalización, la sistematización del oficio de escribir implica perder la relación distendida con la literatura: perder la gratuidad, precisamente por entrar en escena factores económicos. De la existencia de un contrato deriva un compromiso. De alguna forma uno termina poniendo fichas en los casilleros de las expectativas ajenas.
Estoy hablando, de cualquier forma, de espejismos psicológicos, de neurosis. Lo que quisiera es recuperar ese lejano momento en que -incorporándome súbitamente de la posición del gato- me ponía a escribir porque sí, sin que nadie me lo pidiera, sin siquiera la esperanza de que alguien iba a leer esas páginas mecanografiadas. No había ruido en el canal, ni necesidad de terminar luego, ni obligación de avanzar cuando las cosas se ponían aburridas. Era la adánica prerrogativa del amateur .
Marcel Duchamp pensaba que el artista debía ganarse la vida en trabajos normales, fuera de su disciplina. Esto no por moralismo en relación al dinero, sino por conservar una libertad operativa.
Por cierto, ninguno de los poemas escritos en la época adánica ha sobrevivido a los escrutinios y a las purgas de la autocrítica. Quizás su función no era la autonomía estética sino más bien servir como alicientes de la experiencia. El único recuerdo que me queda de ellos es una especie de aura afectiva, el remanente de una situación favorable, el residuo de una alegría.
Lo que el amateurismo preserva es la posibilidad de practicar la literatura como una indagación, sin saber por lo mismo qué es lo que va a encontrar en el camino. Si no hay a la vista algo de esta ignorancia básica no creo que valga la pena sumar palabras a las miles de millones que se generan y se imprimen cada día en el mundo. La idea sería desplazarse siguiendo las pistas de un descubrimiento vinculado a la propia psiquis o al alma colectiva, lo que vendría a ser la misma cosa.