La consulta vecinal vinculante recientemente efectuada en siete barrios de Providencia, que redujo las alturas de edificación permitidas en ellos, nos invita a reflexionar sobre la relación entre vecinos, inmobiliarias y autoridades, y sobre el destino de nuestras ciudades. En primer lugar, es señal de progreso que un municipio involucre a su comunidad en el diseño de los instrumentos de planificación que la afectan. Sin embargo, el hecho de que algunos barrios logren privilegios que otros no tendrán, gracias a una mayor capacidad de organización, puede ser fuente de futuros conflictos. En este sentido, la participación ciudadana efectiva (aquella que convoca e instruye al público para decidir en conciencia) sigue constituyendo un enorme desafío logístico en un país como el nuestro, con escasa experiencia en democracia de base, débil cultura cívica y voluntades políticas que con dificultad trascienden sus breves períodos de gobierno.
En segundo lugar, el rechazo mayoritario de los vecinos a edificios en altura parece ser no tanto al concepto de densificación como al modelo que la industria inmobiliaria ha impuesto por años y con prepotencia, sin asumir la menor responsabilidad por aquellos efectos perniciosos que su negocio tenga en la ciudad. Apenas contenta con la excusa de actuar con apego a las normas, la industria jamás ha explorado alternativas de densificación (distinta de las torres) que preserven la armonía y belleza de los mejores barrios de Chile, como si eso no les competiera éticamente. Esas alternativas se aplican desde hace años con éxito en otras ciudades del mundo, y se debaten con gran inteligencia y convicción en nuestras universidades.
En tercer lugar, es verdad que cuando el Estado hace inversiones gigantescas en infraestructura metropolitana, como es el trasporte público, los municipios deben ponderar esas inversiones con perspectiva metropolitana. Es razonable que en el entorno de estaciones de Metro se permita un mayor grado de dinamismo y desarrollo, con una mayor variedad de usos de suelo y mayor densidad.
De todo lo anterior se deduce el problema insoluble que tiene a Santiago condenado al desorden, la degradación de su paisaje, la pérdida de su identidad y a la desigualdad: la absurda subdivisión administrativa de una megalópolis en 34 parcelas de poder, muy segregadas y distintas entre sí, sin nadie que las lidere con una sola visión de gran ciudad.