Señor Director:
Estoy de acuerdo con mi contradictor Jaime Antúnez cuando escribe (
carta de ayer) que la prudencia es "la virtud de la razón para discernir el verdadero bien en cada circunstancia y elegir los medios para realizarlo". ¿Pero quién, si no cada individuo en particular, dotado de razón como está, es el llamado a discernir el bien en cada circunstancia y a elegir los medios para realizarlo?
¿O vamos a continuar por los siglos de los siglos endosando ese derecho y esa responsabilidad a remotos fundadores de religiones, a santos ilustrados, a jefes de iglesias que a duras penas consiguen controlar la mala conducta de no pocos de sus pastores, a jerarcas de partidos o a cualquier otro ideólogo iluminado que crea tener buenas recetas no solo para sí, sino para el conjunto de la humanidad?
Del mismo modo, ¿por qué una persona adulta y en sus cinco sentidos no puede determinar por sí misma el momento de su muerte si padece un mal incurable que lo pone fatalmente al borde de una muerte próxima, inevitable y que estará precedida de intolerables dolores físicos y psíquicos que no está en posición de aceptar en nombre de una divinidad en la cual no cree? ¿Por qué una persona en tales circunstancias no puede, ella misma, "discernir el bien y los medios adecuados para realizarlo"?
Desliza también Antúnez una crítica a los sofistas, de quienes sabemos demasiado poco para condenarlos, aunque lo suficiente para apreciar algunos de los planteamientos que formularon antes de que Platón les hiciera mala prensa.
Por ejemplo, los sofistas pusieron en duda los dioses de su tiempo (y hoy lo harían con el mercado, el consumo y el dinero); distinguieron entre naturaleza y sociedad (e invitarían hoy a pensar en que el matrimonio entre un hombre y una mujer no es una ley natural, sino una convención adoptada por quienes viven en sociedad); advirtieron que las creencias morales de los individuos no pueden ser uniformadas (y hoy apoyarían la tolerancia y el pluralismo); enseñaron a cómo razonar correcta y persuasivamente a los políticos de su tiempo (y tendrían hoy bastante trabajo en tal sentido), y cobraron dinero por la enseñanza que impartían (algo que tendríamos que agradecerles los que hemos vivido de la docencia universitaria).
Agustín Squella