Uno de los dolores urbanísticos de Santiago es la manera como se gestó el barrio de "Sanhattan", nombre mordaz con que se conoce al conjunto de edificios levantados en lo que fuera parte del enorme predio que por 100 años ocupó la CCU hasta su demolición en los años '80 (la otra parte es aquella donde hoy se levanta el complejo Costanera Center; materia de otra discusión). La existencia de un gigantesco terreno para urbanizar en medio de la ciudad era la oportunidad histórica y evidente de crear un distrito modelo de modernidad cosmopolita, no tanto por la envergadura de sus edificios -que hoy replican tendencias internacionales- sino por la calidad y magnitud de un nuevo espacio público, ese bien colectivo tan vital pero tan escaso en nuestras ciudades en recientes décadas de frenesí inmobiliario y planificación ausente. Pienso en las visiones magníficas de los gestores del Rockefeller Center, en el Manhattan de verdad; o La Défense en París; también el Barrio Cívico de Santiago apenas medio siglo antes. El Chile de ahora piensa distinto: el terreno fue objeto de modificaciones normativas que permitieron que fuese fragmentado en pequeños lotes, vendidos uno por uno y separados entre sí por medianeros, de manera que ese gran suelo urbano, potencial de vida bullente en medio de modernas torres, quedó reducido a un sinfín de patios traseros muertos y veredillas mediocres peleando palmo a palmo con el tráfico imposible de las calles.
Chile conoció mejores maneras de hacer ciudad, con un Estado visionario que, incluso en sociedad con el capital privado, pudo muchas veces reclamar el suelo necesario en lugares adecuados para desarrollar vastos modelos de urbanidad y progreso, ya fueran vivienda, equipamiento o espacio público. El Estado conserva estas atribuciones, pero hoy se inhibe de usarlas, evidenciando el pernicioso conflicto ideológico actual que opone la planificación al liberalismo económico glorificado.
Es así como 20 años más tarde, el caso de "Sanhattan" todavía nos perturba, porque representa nuestra mezquindad en la manera de imaginar la ciudad, interviniéndola por parcelas, buscando la ganancia instantánea, sin sentido de la armonía o los intereses del total. Es el caso del negocio inmobiliario permitido hoy, que se hace de predios aislados por aquí y por allá para insertar edificios de tamaño absurdo en medio de paisajes valiosos y consolidados, despreciando la calle, la escala y vida de barrio, deshaciendo ciudad más que haciéndola. Es también el caso de proyectos de vivienda social o económica localizados donde un gran terreno sea lo más barato de la ecuación; es decir, lo más lejos posible. Y así vivimos; desintegrados, aislados, fragmentados. Por nuestro propio futuro, es hora de pensar en grande y en plural, otra vez.