¿Hay razones para quejarse por las opiniones críticas que vertió el contralor Ramiro Mendoza?
Mientras exponía sobre la importancia de las instituciones en la P. Universidad Católica, Ramiro Mendoza, quien es profesor de derecho público, se detuvo al mismo tiempo en analizar cómo los actores políticos, incluido el gobierno, suelen maltratarlas. Aliñó su exposición con exageraciones, ironías y sarcasmos no siempre de buen gusto; pero todas ellas apoyaban un punto de vista razonado y crítico acerca de la forma en que se producen y aplican las reglas en Chile.
Al hacerlo ejercitó, en su estilo, lo que podría llamarse el uso público de la razón.
Como todo el mundo sabe, Kant, en su famoso opúsculo ¿Qué es la Ilustración? sugirió distinguir entre lo que él llamó el uso privado y el uso público de la razón. Un sujeto hacía un uso privado de la razón, dijo, cuando la ejercitaba en calidad de funcionario. Si, en cambio, agregó, ese mismo sujeto esgrimía su saber en calidad de docto ante el público de lectores, ante una potencial audiencia racional, entonces estaba haciendo un uso público de la razón. Un cura que habla en el púlpito, ante los fieles, lo hace en calidad de funcionario, ejemplifica Kant. Aunque hable ante mucha gente hace un uso privado de la razón porque lo hace en tanto clérigo. Pero si se encierra en su gabinete y escribe un tratado de teología donde reflexiona críticamente acerca de las mismas cosas que proclama ante los fieles, entonces, aunque lo haga en soledad, está haciendo un uso público de la razón.
La conclusión que obtiene Kant es que en una época que alienta a las personas a servirse de su racionalidad, un clérigo tiene derecho a la vez a hacer un uso privado y un uso público de la razón, a predicar la doctrina el domingo y a criticarla en un libro de teología. A hablar a veces como un funcionario y en otras como un docto.
Lo que vale para el clérigo de Kant, vale también para el contralor.
Cuando el contralor exponía ante la audiencia de la P. Universidad Católica, lo hacía en calidad de profesor y no de funcionario. Estaba, pues, haciendo el uso público de la razón a que los ciudadanos tienen derecho y que la ley, al permitir al contralor enseñar, le reconoce. ¿Significa eso entonces que quienes desempeñan funciones estatales están condenados a la doblez y a la hipocresía, a aceptar cosas que su discernimiento racional podría considerar equivocadas? Hasta cierto punto sí. Suele ocurrirle al juez, por ejemplo, que debe aplicar una ley que, a la luz de su conciencia moral, considera injusta. Oliver Wendell Holmes, el gran jurista americano, a quien se deben algunas de las mejores páginas de la historia legal americana, lo expresó de un modo inmejorable: “Ha sido un gran placer para mí —dijo alguna vez— sostener la constitucionalidad de leyes que considero malas por completo, porque de esa manera he ayudado a marcar la diferencia entre lo que yo prohibiría y lo que permite la Constitución”. Holmes fue un espléndido funcionario estatal; pero fue también un gran crítico de los deberes que servía.
Parece doblez, es cierto; pero cuando se lo mira más de cerca, no. Que un sujeto actúe fielmente en calidad de funcionario del Estado y, al mismo tiempo, ejercite críticamente su razón “ante el gran público de lectores”, tiene además una justificación utilitaria que el propio Kant insinúa. Ayuda a que las instituciones funcionen y que, al mismo tiempo, no se pierda el ánimo crítico para intentar cambiarlas. Ser un funcionario estatal obliga a cumplir con el deber impuesto por la ley, sin duda; pero no obliga a entontecerse y a mandar la razón de vacaciones.
Quizá en este malentendido radique parte de la crisis del ámbito público en Chile: en creer que el funcionario estatal no debe reflexionar críticamente respecto de su propia función; que los partidarios deben enmudecer a la hora de advertir errores; que los adherentes al gobierno deben simplemente obedecer; que quienes apoyan a la Presidenta no deben dejar caer siquiera una gota de duda sobre lo que ella dice o hace.
Kant diría que eso equivale a privatizar la razón. A transformar todo discurso en un discurso de funcionario o de clérigo.
No deja de ser paradójico que en estos tiempos donde todos esgrimen lo público como la fuente de todas las virtudes, sean, simultáneamente, tiempos en los que se pretenda privatizar a la racionalidad.