La discusión en torno a la reforma educacional se ha centrado en el lucro, la propiedad de los inmuebles, la selección, la posibilidad de expulsar estudiantes, el copago y el sueldo de los propietarios de las escuelas, pero ha eludido la cuestión más importante: los profesores.
Esta omisión no se debe simplemente a que los socialistas se preocupan más de las estructuras que de las personas. En algunos regímenes socialistas han logrado tener maestros de calidad. Nuestro problema no es el socialismo, sino la miopía y la comodidad.
En efecto, hay que ser bastante corto de vista para no ver que resulta imposible mejorar la educación sin mejorar a los que educan. Pero el Gobierno no está dispuesto a tomarse en serio la cuestión y se ha contentado con unos tibios anuncios de alzas salariales.
La miopía no explica todo, también hay comodidad. Debemos reconocer que el desafío de mejorar a un magisterio que en un 66% bordea los 498 puntos en la PSU es una tarea que, además de dinero, requiere ingenio, cultura, paciencia y fortaleza, cualidades que no suelen estar presentes en las altas esferas de la política nacional. Mejor es decir a los profesores que se queden tranquilos a cambio de pocos controles, mucho Estado y unos incrementos de remuneraciones que todos sabemos que nunca serán muy significativos.
En Chile, un profesor de ciencias con cinco años de experiencia gana $ 686.795 mensuales en promedio. En Corea, en cambio, gana lo mismo que un médico o un abogado. ¿Nos puede extrañar que ellos estén en el 5º lugar en la Prueba PISA y nosotros en un modesto 45º?
La reforma tributaria permitirá recaudar una enorme cantidad de dinero. Si se focalizara en capacitar, evaluar y remunerar bien a los profesores de educación básica y media nos permitiría dar un salto gigantesco en educación. En cambio, se hará sal y agua. Lo que es peor, se repartirá muy desigualmente, dando menos a quienes más lo necesitan.
¿Puede alguien poner en duda que la educación básica es más decisiva que la universitaria a la hora de formar los hábitos intelectuales, la capacidad de expresión y una serie de características que incidirán en el rumbo de la vida? Pero los niños no marchan ni protestan por la calidad de la educación que están recibiendo. A diferencia de los rectores universitarios, los directores de sus escuelas no hacen lobby, y lo que les pase a los niños de básica lo sabremos en muchos, muchos años más, por lo que carece de efectos políticos inmediatos. Por eso reciben menos los que necesitan más.
La miopía y la comodidad, sin embargo, no son patrimonio de las autoridades. Los países tienen la educación que se merecen. Un profesor, aunque no sea muy bueno, puede hacer maravillas si cuenta con el respaldo de los padres. Hoy, en Chile, si un profesor intenta imponer disciplina los padres reaccionan indignados. Si exige en serio, los papás ABC1 le “consiguen” a sus niños un certificado médico para evitarle el “trauma” de una mala nota. Y no se le ocurra aplicar un merecido coscacho, porque puede terminar hasta en la cárcel. Muchos padres y madres chilenos compensan con regaloneo el complejo de culpa que sienten por no poder dedicar a sus hijos el tiempo que requieren. No se dan cuenta de que la exigencia también puede ser una forma del cariño.
Todos celebramos a los estudiantes de la “revolución de los paraguas” en Hong Kong, que aprovechan las pausas en las protestas para estudiar, ni siquiera pisan el pasto y mantienen todo limpio y en orden. Pero olvidamos que detrás de esos jóvenes pacíficos, idealistas y empeñosos, están las famosas “mamás-tigresa”, que durante años los han hecho estudiar cuando no tenían ganas, han aplicado una férrea disciplina en sus casas y respaldado incondicionalmente a los maestros en las escuelas.
Nadie pretende que entre nosotros se hagan las cosas exactamente así, pero por favor no nos extrañemos: la diferencia entre los manifestantes hongkoneses y los nuestros no está simplemente en que los chinos no usan capucha y los locales sí. Está en que allá todos consideran que los profesores de básica y media son muy importantes, mientras entre nosotros casi nadie lo cree: ni los gobernantes, ni los padres, ni los alumnos, que hacen de la pedagogía la última de sus opciones. No porque los estudiantes desprecien la enseñanza (de hecho, hacer clases es apasionante), sino porque los gobiernos y los padres no les dejan otra posibilidad.