Interrogado ante el hecho de que después de la bomba en la estación Escuela Militar la agenda gubernamental se haya volcado hacia un tema que no era prioridad en su programa, el terrorismo, el subsecretario Mahmud Aleuy respondió: "Cuando nos instalábamos el 11 de marzo, no esperábamos tener un terremoto, no esperábamos tener un megaincendio, no esperábamos tener inundaciones y no esperábamos tener acciones terroristas como las que hemos conocido en el último tiempo, por lo que podemos decir que ha sido una instalación de gobierno con puras sorpresas". Pocas veces he leído una mejor descripción del oficio de gobernar.
La bomba en el metro, más allá de la sorpresa, diseminó en un segundo lo que fuera propio de otra época, de otra generación: el miedo a perderlo todo en un instante, y el deseo de proteger el orden público y la gobernabilidad. Bruscamente el embobamiento por la "calle" y la fascinación ante el "empoderamiento ciudadano" se trocó en temor al desfondamiento de la ley y la autoridad. Ante lo cual el Gobierno no trepidó, sin necesidad de revisar si acaso estaba escrito en su programa, en lanzar una amplia batería de iniciativas dirigidas a encontrar a los culpables y a eliminar la timidez con que fueron estructurados los dispositivos orientados a defender a la sociedad del terrorismo.
De igual manera ha reaccionado el Gobierno frente a otras "bombas" que han estallado en los últimos meses -aunque a diferencia de la del metro, estas han sido de profundidad, no de superficie-.
Con el comprensible afán de ser fiel a su programa, en un primer momento las nuevas autoridades colocaron el énfasis en la lucha contra la desigualdad, como se reflejó en la versión original de la reforma tributaria. Las voces que se levantaron, tanto desde dentro como desde fuera de la coalición gobernante, para advertir de los efectos que esta podría tener sobre la inversión y el crecimiento, fueron desestimadas y muchas veces estigmatizadas. Todo cambió, sin embargo, cuando estalló la otra "bomba": la desaceleración económica. Al advertir su magnitud, el Gobierno no dudó en abrirse al diálogo para modificar su propuesta original. Esto le permitió alcanzar la aprobación, en un tiempo récord y con un respaldo que le garantiza legitimidad y estabilidad, de una reforma tributaria que congenia redistribución y crecimiento.
La otra "bomba" de profundidad fue la oposición que despertaron los primeros proyectos de reforma educacional, basados en la idea de que la "desmercantilización" del sistema traerá consigo automáticamente una mejor calidad. Pero bastó que se conocieran para que buena parte de la población se volviera reacia a un cambio que en el papel se ve bien, pero no es seguro que funcione, y que podría significar a las familias costos de adaptación que estas no están dispuestas a pagar. Inicialmente el Gobierno achacó esta reacción a "campañas del terror", pero al final asumió que las dudas son legítimas y se allanó al diálogo para alcanzar una reforma educacional menos mesiánica.
Daniel Kahneman dice que los humanos tenemos un sesgo optimista que nos lleva a elegir supuestos ideales, a menospreciar los escenarios y efectos negativos, a negar las debilidades de nuestros proyectos y a cerrar los ojos a lo imprevisto. Este gobierno no fue ajeno a esas tentaciones, pero lo extraordinario ha estado en su aptitud para sobreponerse a ellas y ajustar el rumbo. Lo que demuestra, uno, que el oficio de gobernar no se prueba en la fidelidad a un programa, sino en el talento para reconocer y acoger las resistencias, los accidentes, las "sorpresas", dando respuestas que no estaban en el programa; y dos, que la Presidenta Bachelet tiene oficio.