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Editorial
Domingo 14 de septiembre de 2014
Otro 11 de septiembre, 41 años después
El mismo 11, el Gobierno anunció su decisión de impulsar la derogación de la Ley de Amnistía de 1978. A décadas de su dictación, existe ignorancia de lo que esta significó, en cuanto a marcar un punto de quiebre respecto de las masivas violaciones a los derechos humanos ocurridas hasta entonces...
Es sintomático que situaciones anecdóticas, como la presencia del ex Presidente Lagos y del ex senador Carlos Altamirano, hayan acaparado la atención en la ceremonia con que La Moneda recordó el 11 de septiembre de 1973. El hecho contrasta con el despliegue mediático que rodeó la conmemoración del año pasado y permite una apreciación más equilibrada de lo que hoy significa esa fecha para los chilenos, cuyas vidas cotidianas poco tienen que ver con las pasiones y desbordes que el tema provoca en ciertos grupos minoritarios, al margen de sufrir sus consecuencias vandálicas.
En contraste con los intentos de quienes pretenden imponer una suerte de historia oficial y en blanco y negro, el equilibrio también asoma cuando actores relevantes admiten errores y asumen responsabilidades. Valioso resulta el testimonio del ex secretario general del Mapu, reconociendo el despropósito de haber pretendido la UP impulsar un programa de radicales cambios estructurales con los votos de solo un tercio del electorado. O las reflexiones de Sergio Muñoz, ex dirigente de las Juventudes Comunistas, llamando a encarar las causas de lo ocurrido y admitir que "no se puede hablar impunemente de lucha armada, como lo hizo el propio partido del Presidente en aquellos años, sin socavar la libertad y alentar el aventurerismo". Todo ello, aparte del transversal rechazo que hoy suscitan las violaciones a los derechos humanos durante el régimen militar.
También persisten, por cierto, actitudes irreductibles: un alto ex dirigente del MIR que estima un error no haber logrado penetrar a las Fuerzas Armadas; una dirigenta gremial comunista cuestionando -como supuestamente contraria a la democracia- la publicación de una inserción que simplemente reproducía el acuerdo aprobado por la Cámara de Diputados -órgano democrático por esencia- el 23 de agosto de 1973. Si tales intervenciones poco contribuyen a una reflexión serena y a una información y debate abierto, no sometido a verdades oficiales de corte bolivariano, también es discutible el aporte que pueda significar la ambigüedad de un acto como el realizado en La Moneda. De la justa reivindicación de las víctimas de abusos no puede derivar una exaltación acrítica de la figura del ex Presidente Allende y del gobierno que él encabezó, cuestionado en su momento por una muy amplia mayoría y nefasto en sus resultados. Cuando la actual administración incurre en tales actitudes apologéticas, tensiona las bases de su coalición, construida precisamente a partir del encuentro entre quienes fueron parte de la Unidad Popular y un sector de sus opositores.
Amnistía
El mismo 11, el Gobierno anunció su decisión de impulsar la derogación de la Ley de Amnistía de 1978. A décadas de su dictación, existe ignorancia de lo que esta significó, en cuanto a marcar un punto de quiebre respecto de las masivas violaciones a los derechos humanos ocurridas hasta entonces y dar paso a una etapa de institucionalización del ejercicio del poder y reducción de la arbitrariedad. El hecho de que la normativa haya sido entonces recibida positivamente por una figura como el cardenal Silva Henríquez da cuenta de aquello.
Originalmente aplicada por los tribunales -y habiendo beneficiado también a militantes de izquierda-, durante los primeros años de la transición se volvió objeto de sistemático cuestionamiento por parte de este último sector, para luego pasar a ser, en los hechos, ignorada por los jueces, ya sea por la vía de recurrir a la figura del secuestro permanente o apelando a la interpretación de ciertos tratados internacionales. Desde esa perspectiva, la eventual derogación -presentada como una suerte de hito en materia de derechos humanos- no tiene más trascendencia que la de satisfacer antiguas demandas de un sector político.
Nuevas prioridades
Transcurridos seis meses de gobierno, este pue- de exhibir la aprobación de la reforma tributaria como prueba de su eficacia para hacer valer la mayoría de que goza en el Congreso. Habiendo respaldado pública y explícitamente a sus principales colaboradores, la Presidenta Bachelet parece haber descartado repetir la experiencia de su anterior administración, de realizar un cambio de gabinete a los pocos meses de iniciada. En cambio, ha optado por ratificar equipos y agenda.
Pese a ello, más allá de la voluntad por perseverar en un programa que la Mandataria entiende como compromiso y guía básica, la realidad ha ido perfilando otras prioridades. Ya la agudización de la desaceleración económica había impuesto a la autoridad la búsqueda de un acuerdo que en algo moderó la reforma tributaria, y obligado a asumir nuevas actitudes a propósito de las anunciadas reformas laborales. Ahora, dramáticamente, la seguridad pública adquiere también extrema urgencia. Hace mucho que "El Mercurio" ha venido advirtiendo de cómo la persistente violencia en La Araucanía y el frustrante cierre judicial del caso Bombas daban cuenta de un fracaso del Estado en el cumplimiento de tareas básicas. El atentado de esta semana en una estación de metro muestra las consecuencias de dicho fracaso, evidenciadas en los nuevos niveles de peligrosidad que alcanza el actuar violentista.
Conjurar la amenaza que ello representa debe ser asumido como un imperativo por el Gobierno. Por cierto, constituirá un elemento básico en el momento de evaluar su gestión.