¿Qué significa el anuncio de la derogación de la Ley de Amnistía, el impulso a las degradaciones de militares, la propuesta de criminalizar la negación de los abusos contra los derechos humanos, y una serie de medidas que nos recuerdan que estamos en un gobierno de izquierda? Un mal pensado podría decir que se trata de una fácil moneda de cambio para tranquilizar a los sectores más radicales, ahora que las reformas más emblemáticas del Gobierno comienzan a morigerarse.
La cosa, sin embargo, puede ser más complicada: es otra muestra de que aún no termina ese 11 de septiembre de 1973, el día más largo de nuestra historia. Cada año, con la llegada de este aniversario, salen las almas en pena y se desata en nosotros toda suerte de recuerdos.
Uno no elige sus recuerdos. Le vienen a la mente de manera caprichosa, como me ha sucedido estos días con la figura del general Alberto Bachelet. Recuerdo el susto que me dio en 1972 un reportaje de la revista "Qué Pasa" sobre él y su función como jefe de las Juntas de Abastecimiento y Precios, las temidas JAP. Ellas tenían por misión decidir quiénes y cuánto iban a comer cuando el racionamiento de alimentos se hiciera más intenso, como suele suceder en los socialismos de carne y hueso. Incluso yo, un niño de 12 años, podía darme cuenta de que, si uno controla el estómago de la gente, muy pronto podrá disponer sobre su cerebro. Y el general Bachelet representaba entonces la encarnación de todos mis temores.
Han pasado muchos años y hoy Alberto Bachelet se nos presenta con un rostro muy distinto. Su doloroso final hace difícil que podamos reprocharle nada. Además, nada asegura que el Bachelet real haya correspondido al de mis miedos. Su hija Michelle es una figura amable, que no respira odio ni deseos de revancha.
Otro tanto sucede con Víctor Jara o Quilapayún. Ayer nos aterraban, hoy muchos los escuchamos con gusto.
¿Qué ha sucedido entre tanto? Que la izquierda chilena ha experimentado el más asombroso proceso de transformación política que conoce nuestra historia. Incluso las intervenciones más disparatadas de la Nueva Mayoría parecen episodios tomados de una melosa película de Disney al lado del entusiasmo de nuestra izquierda cuando aplaudía el mensaje que el Che Guevara le dirigió en 1967:
"El odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una eficaz, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así: un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal".
Este cambio, fruto de experiencias dolorosísimas, habla bien de gran parte de nuestra izquierda, pero tiene un inconveniente psicológico que produce perturbaciones en la política nacional. La izquierda cambió tanto y sufrió tanto, que hoy es incapaz de ver su rostro de antaño, el de quienes cantaban: "El momio al paredón, la momia al colchón". Un punto ciego le impide ver bien hacia atrás.
Que la izquierda se vea como víctima es no solo comprensible, sino también legítimo, particularmente en el caso de las familias de los detenidos desaparecidos. Pero no resulta justo que se vea solo como víctima.
La injusticia que produce este punto ciego psicológico, que le torna invisible su propio pasado, afecta tanto a quienes ya no albergan rencores personales (caso de Bachelet), como a quienes siguen odiando pero quedaron escarmentados y han abandonado la idea de promover la violencia como arma política. En el primer caso, les impide tomar medidas de pacificación. Michelle Bachelet no ha sido la Mandela chilena: no extirpó los odios del país, aunque su propio sufrimiento le daba la autoridad moral para hacerlo. En el segundo caso, trasladan a sus descendientes sus propias tragedias, muchas veces terribles.
Así, en los disturbios del pasado 11 no participaban los octogenarios protagonistas de esos tiempos agitados, sino sus nietos. Los mayores ya no glorifican la vía revolucionaria, pero en muchos casos les queda un odio que traspasan de una generación a otra, lo que constituye una enorme injusticia.
Este odio recibido de los mayores lleva a que ciertos jóvenes consideren normal el ataque a un carabinero que apenas tiene 20 años, o rociar a un ser humano con bencina (¡como a Carmen Gloria Quintana en 1986!) y abstenerse de quemarlo solo porque se descubre que es un periodista: "Perdón, creímos que era un carabinero", dijeron. La excusa agrava la falta: más que de esos muchachos, de sus mayores, que no han sido capaces de dejar en herencia a sus hijos y nietos algo distinto del odio.