Esta semana llamaron la atención dos asuntos relacionados muy de cerca con la prensa.
Uno de ellos fue un reportaje de Canal 13 en el que se insinuaba la vinculación de colectivos estudiantiles con la violencia. El otro, la publicación de un proyecto de acuerdo de la Cámara de Diputados donde se declaraba el quebrantamiento del orden constitucional en los días previos a 1973.
Ambos suscitaron una reacción similar. Ni el Canal 13 tenía derecho a hacer esas insinuaciones, se dijo, ni la prensa escrita a publicar esa declaración. En el primer caso, Canal 13 contribuiría a criminalizar el movimiento estudiantil y en el segundo legitimaría, ex post, el quiebre de la democracia.
En el caso de Canal 13, se trató de un reportaje de investigación en el que se recogieron múltiples versiones acerca del sentido de los colectivos estudiantiles. La narrativa del reportaje y la oportunidad de su emisión, justo después del bombazo en la estación Escuela Militar, apoyaron la sugerencia de que existía algún vínculo, ideológico o de una índole similar, entre la manera en que esos grupos conciben la acción colectiva y el uso de la violencia.
¿Tenía derecho Canal 13 a efectuar esa vinculación?
Sí, sin duda.
Por supuesto, el Canal 13 puede estar equivocado y su insinuación ser errónea; pero de ahí no se sigue que haya razones para impedir que la divulgara.
La razón es obvia: si se exigiera a los medios emitir información estrictamente neutral, sin gota alguna de interpretación, su labor se reduciría a constatar la existencia de hechos sin nunca hacer el esfuerzo de interpretarlos. Tampoco puede pedírseles acertar siempre. El deber de los medios es buscar e indagar la verdad con diligencia; pero es absurdo sostener que su deber es alcanzarla y que lo incumplen cuando defienden interpretaciones controversiales o cuando yerran.
Así, entonces, se equivocan quienes sostienen que Canal 13 cometió un error al difundir ese reportaje. Los medios tienen derecho -cabría insistir- a emitir interpretaciones sobre los fenómenos sociales y a alimentar de esa forma el debate público. Discrepar de la forma en que se presenta la información en asuntos de interés público no es un motivo para impedir o quejarse por su emisión. Y, por supuesto, quien se sienta maltratado por esas interpretaciones tiene derecho a plantear sus puntos de vista para defenderse; pero a lo que no tiene derecho, y esto vale para cualquier movimiento, sea estudiantil o no, es a que se presuma la bondad de sus propósitos, la belleza de sus fines o la pureza de sus intenciones. Nadie que aspire a influir la vida colectiva -es decir, a guiar la vida de los demás- tiene derecho a ese trato reverencial. El deber de los medios es auscultar y someter a sospecha a todos quienes, estudiantes o no, pretenden haber atrapado con una sola mirada la verdad final de los asuntos colectivos.
Tampoco es correcto sostener que los medios no debieron publicar la declaración de la Cámara de Diputados.
Es evidente que quienes pagaron ese inserto están movidos por el propósito de legitimar ex post el golpe y la dictadura que le siguió. Y también es cierto que, al hacerlo, omiten condenar moralmente los crímenes que siguieron. Sin embargo, ¿son esas buenas razones para impedir a los medios que lo divulguen? Evidentemente no. Promover interpretaciones ante los hechos del pasado o mantener vivo el fuego de la controversia a su respecto es parte del juego de la opinión pública. Resultaría absurdo que de aquí en adelante se proscribieran las interpretaciones o puntos de vista acerca de hechos históricos. Después de todo, cuando se debate acerca de la historia, qué ocurrió y qué sentido tuvo, se está discutiendo acerca del presente; pero esa es una razón para admitir ese tipo de debates sin restricciones, en vez de limitarlos. Es malo esgrimir explicaciones históricas para justificar crímenes; pero es igualmente malo esgrimir principios morales para impedir que se reflexione sobre los hechos.
Las quejas contra la prensa de esta semana son el fruto de un fenómeno que debiera preocupar: hoy día hay demasiada gente convencida de cuán puras y verdaderas son sus convicciones, al extremo que ya no siente la menor necesidad de asomarse a las ajenas.