En Chile se ha reactivado el debate sobre las ideas. En buena hora: es la única manera de mostrar la superioridad de un orden social libre sobre los proyectos de corte socializante.
En educación y en tributos, en energía y en familia -entre muchos otros- se está haciendo más explícita la confrontación entre libertad responsable y controlismo centralizado.
Pero no está ahí la controversia fundamental.
Más al fondo de las ideas y de las políticas concretas, en aquel resorte último llamado corazón (o espíritu, o conciencia, diría Havel) es donde confluyen y se confrontan las visiones más profundas sobre la persona humana. Cada vez que se debate sobre carreteras o currículos, sobre emprendimiento o equidad, lo que está en juego es una concepción de lo que somos y de lo que deberíamos llegar a ser.
¿Y alguien podría negar que desde hace más de cien años solo el marxismo ha sido capaz de enfrentar a la visión cristiana de la vida con una densidad equivalente?
Por eso importa tanto saber si una persona pertenece a un mundo o al otro. Por eso interesa tanto descubrir algún criterio que pueda dividir las aguas, para distinguir entre la vertiente pura y la charca podrida, entre cristianismo y marxismo.
El odio: no hay mejor reactivo que el odio, para saber quién es quién; o quiénes buscan construir y quiénes... destruir.
Odian los que adjudican una maldad estructural al corazón de otros, simplemente porque esos otros tienen unos determinados apellidos o viven en unos ciertos barrios o van a unos específicos colegios o pagan salarios a terceros. No rechazan sus comportamientos o sus teorías, a veces repudiables; odian a sus personas.
Odian los que en sus escritos usan sustantivos, adjetivos, verbos y adverbios con los que ametrallan, sin fundamentar. Si se afirma que alguien es explotador o corrupto, se deben dar las pruebas. ¿No las aportan? Entonces hay odio.
Odian los que falsifican la historia: ellos tenían nobles ideales, mientras que quienes los derrotaron en el campo de batalla que ellos mismos propusieron, solo se habrían movido por criminales intenciones.
Odian los que han repetido y enseñan a repetir -triste mantra- que no hay perdón ni olvido, porque así aniquilan la muy humana y cristiana tendencia a curar las heridas y a enseñarle al agresor cómo debe corregirse, ya que sin perdón la herida siempre sangrará.
Odian los que impulsados por las tendencias anteriores renuncian al diálogo y se lanzan a la agresión física. Discurren intelectualmente sobre supuestas estructuras de violencia, pero no las enfrentan desde su muy sutil inteligencia, sino que prefieren derrotarlas con el fusil y el paredón.
Pero, y los que denuncian y enfrentan estas actitudes, ¿odian también?
Depende.
Si alguien concluye de todo lo anterior que "el mejor rojo es el rojo muerto", está completamente equivocado. Es un marxista inadvertido porque desea la confrontación donde debiera buscar la conversión. Odia.
Pero si alguien teme más al juicio de Dios que al de los hombres, denunciará al marxismo aun a riesgo de ser personalmente ofendido y agredido. Qué importa que se le impute lo indemostrable. Tremenda cosa, ¿qué más da?
¿Y si alguien calla por temor a ser odiado? Pobre sujeto. Pasará inadvertido, será uno de esos centristas sin pena ni gloria.
Queda todavía una última especie. La de aquellos cristianos que tienen la intuición de que el marxismo está equivocado, pero sienten una inclinación irresistible hacia esa ideología. Si alguien discurre siempre al revés, es decir, adjudica de entrada la razón a sus adversarios y el error a sus hermanos, ¿odia?
No, por cierto que no. El odio es culpable; la ingenua frivolidad es solo adolescencia.