Es lugar común hoy en día hablar de habilidades blandas y duras. En las empresas, los servicios de bienestar están a cargo de las blandas y los de ingeniería de las duras. En las primeras están las cosas como relaciones humanas, en las segundas las máquinas y el sistema de producción de la industria.
Si pensamos en los significados de ambas palabras, veremos que aluden a aspectos muy distintos y, sobretodo, de muy distinta valoración.
Es duro aquello que tiene gran resistencia, que es fuerte, severo, riguroso, que exige esfuerzo. También a aquello que carece de flexibilidad.
Es blando aquello que es tierno, suave, que cede fácilmente, que es benévolo, falto de energía y severidad, frágil.
¿Hay alguien que quiera asociarse a lo blando? Habría que estar loco. Ni los santos con su enorme bondad han dejado de necesitar dureza. Parece además medio sospechoso que los adjetivos de lo blando se parezcan tanto a las condiciones que se han asociado a la femineidad y los de lo duro a la masculinidad.
Me parece muy pasado de moda que solo las mujeres se relacionen conceptualmente con la comunicación, con la empatía, con el apoyo, con la solución de conflictos, con la flexibilidad para cambiar de estrategias, porque esas son las condiciones del liderazgo.
Y que ellos, los hombres, sean los que entienden las matemáticas y la mecánica de las cosas, que es muy inteligente, pero que poco sirve para resolver los desafíos de la vida moderna. Y que además no los hará poderosos (rasgo aun muy apreciado por los hombres y recién algo por las mujeres que todavía le tienen miedo al poder). Como en siglos anteriores, cuando dominar el mundo era una condición de sobrevivencia. Hoy hay que entender. Y para entender hay que mirar y preguntar, y conocer y adivinar. Todo muy blando, digo yo. Y muy necesario.
Propongo que no aceptemos que en las empresas nos hablen de habilidades blandas y duras, ni hombres ni mujeres, porque ya al separarlas estamos pecando de ignorantes.